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Rosanne tiene una mirada que llamaría interesante si quisiera utilizar el deplorable lenguaje de nuestra podrida civilización. Se trata más bien de una mirada de suficiencia o incluso de prepotencia que añade a los numerosos mensajes de la mirada uno que le es ajeno: informarnos deliberadamente sobre la idea o imagen que el portador o dueño de la mirada tiene sobre sí mismo.
Uno –sencillo merodeador- cree que con semejante trenza como la que luce Rosanne, sobra añadir intenciones voluntarias a la mirada. Sucede algo similar con el resto del atuendo: el chaleco, la corbata de lazo o los ligueros se quedan en adicionales frente al poderío del trenzón inmarcesible y simpar y, en menor medida, también frente al poderío –de otro tipo- de unas piernas semidesnudas.
En súmula y ultimátum, Rosanne está hermosa en lo que tiene de genuinamente femenino y propio: sus piernas espléndidas y el trenzón sin igual. Uno le agradece también el pelo recogido hasta quedar casi doloroso de tirante –consecuencia del trenzón- y la seriedad o formalidad que ha puesto en su expresión facial, incluyendo la mirada, pero que conste que uno tiene suficiente con la trenza.
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