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Si me invitan a otra copa de este excelente
coñac, mientras ustedes terminan sus güisquis, les contaré un extraño suceso.
No es fácil encontrar un coñac de tan buena calidad, la indicación de
“napoleón” en la etiqueta ya no dice nada. Añoro aquellos tiempos en que un
simple VSOP era garantía de un buen licor. Sin embargo hay algunos brandis
españoles notables, quizá tres o cuatro…. pero los hay, y a precioS muy
razonables. También se encuentra algún armañac… Perdónenme ustedes estas
divagaciones, son producto del entusiasmo por haber encontrado una perla en
este marasmo de vulgaridad en que nos sumergen estos tiempos calamitosos que
nos toca vivir. En fin, a lo que vamos, esto me sucedió en Viena. Ocupaba yo
temporalmente el apartamento de un amigo mío pianista, cedido mientras él daba
una gira de conciertos, con la simple obligación de cuidarlo en su ausencia. El
apartamento era cómodo, aunque amueblado al gusto de los años veinte del siglo
pasado. Parecía que en él se hubiera detenido el tiempo en una fecha y hora
precisa y destacaba en su holgado salón un magnífico piano Bosendorfer antiguo,
que era la joya más preciada de mi amigo. En él ensayaba sus conciertos,
incluso recordaba haberme referido que el apartamento lo compró precisamente
por el piano, que había pertenecido a un conocido interprete. Tanto el piano
como el resto del mobiliario iba incluido en le precio y a la vista estaba que
mi amigo había conservado el apartamento tal cual se lo entregaron.
Huésped en un apartamento con ambiente de
otros tiempos, con lo que a mí me gustan las evocaciones, en una ciudad
abundante en cafés donde guarecerse del mal genio del otoño vienés y contemplar
el paso las horas o escuchar algún trio o cuarteto; una amplia oferta de óperas,
operetas y conciertos; excursiones a Grizing para degustar el vino nuevo y
escuchar a algún grupo de cíngaros; paseos por la Ringstrasse. En fin, sentirme
como un buen burgués del viejo imperio austro-húngaro. Ya, ya, me dirán ustedes
que me expreso como un agente de viajes tratando de embaucar a un grupo de
turistas, pero que quieren, evoco con nostalgia una época en la que el turismo
de masas no había arruinado tantos lugares maravillosos, y en que la vida era
sencilla pero ofrecía un sinfín de pequeños placeres que la hacían agradable,
soy un hedonista sin remedio.
Una noche me despertó una extraña música que
provenía del salón. Eran notas de piano, pero no componían ninguna pieza musical:
fraseos de agudos sincopados con notas sueltas, que me recordaban algún
concierto o estudio, pero que no podía identificar. Desgranaban una dolorosa
sensación de incompletitud, como si se hubiesen desprendido de alguna melodía y
vagaran huérfanas en busca de su origen. Me levanté y me acerqué al salón
extrañado. Al encender la luz vi con estupor cómo la tapa del piano se
encontraba alzada y las teclas de la parte derecha subían y bajaban impulsadas
por unos invisibles dedos. Aquellas notas truncas eran de una tristeza dolorosa,
como los gritos de una rama al desgajarse del árbol, a lo que contribuía no
poco su desconexión y el que fueran producidas casi en su totalidad por el
registro agudo del instrumento. No soy un tipo especialmente cobarde, pero el
silencio de la noche quebrado por aquellos lastimeros gemidos musicales, la
soledad del salón vacío… En fin, les juro que gané el dormitorio en dos
zancadas, arrojé todos mis efectos personales en la maleta y salí del
apartamento a más de a paso para hospedarme en el primer hotel que encontré.
Cuando le relaté el hecho a mi amigo me pidió
disculpas por no haberme advertido de que una noche al año, siempre en la misma
fecha, se producía ese fenómeno que no entrañaba peligro alguno y que duraba
unos breves minutos. Es más, él lo esperaba con cierta expectación. El miedo es
producto del desconocimiento, cuando se conoce un fenómeno, por terrible que
sea, el temor se reduce o desparece, me dijo. La causa era una tragedia
ocurrida hace mucho tiempo, a finales de 1944. El apartamento había pertenecido
a un pianista vienés y judío, que en su tiempo había gozado de cierta
popularidad. El pobre músico fue deportado a un campo de concentración y allí,
bien por algún brutal castigo, bien por accidente, no se sabe muy bien, le
habían amputado su brazo derecho. Ese brazo derecho, en el aniversario de la
tragedia, acudía a su viejo piano para ensayar algunos estudios de Liszt, que
por lo visto era lo que preparaba su poseedor cuando fue deportado; por
supuesto, tocaba solamente la parte de la partitura que le correspondía. Desde
luego, de habérmelo advertido, habría hecho mía la reflexión de Blaise Pascal
de que la mayor parte de nuestras desgracias proceden de no saber estarnos
quietos en nuestra casa, y me habría permitido disfrutar del dulce y tranquilo
otoño madrileño.