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Señor Delibes:
Permítame el atrevimiento, sin haber tenido trato alguno con usted, de dirigirle estas letras. Conocemos a los vivos mejor muertos.
Allá, don Miguel, donde esté puede estar contento. Su novela Cinco horas, después de cuarenta y tantos años de ser escrita, aún sigue representándose con éxito. Emoción y sentimiento. Espectadores agradecidos acuden todos los días al teatro a escuchar sus ironías, a identificarse con su fino sentido crítico, a reconocer su acertada caracterización del alma femenina, del ser humano. Los hombres vamos al Arlequín a purgar el machismo que nos hace débiles y culpables de nuestra arrogancia viril y engañosa. Las mujeres, a derramar sus lágrimas por sus amores a medio. También yo he sido de alguna manera trastocado por su libro. Aunque debo confesarle, señor Delibes, que tarde, y de manera extraña. De aquí, el motivo de mi carta. Admito que soy un cobarde por no escribirle cuando estaba vivo. De haberlo hecho, usted entonces con su cultivada labia me hubiera echado los perros.
De tanto los medios cacarear su libro, se me quitaron las ganas de leerle. Además, perdóneme, no fue nunca usted santo de mi devoción. Tal vez mi ojeriza arranque de aquella a vez que tuve que ayudar a mi hijo a comentar El camino, otro libro suyo impuesto como tarea en aquellos años de bachillerato. Y si traigo aquí esta particular, sincera y controvertida opinión sobre su obra, es porque sé que su humanidad en vida y letras, va a seguir siendo intacta. El Cervantes, no hay quien se lo quite. En esto de la crítica literaria, yo no quito ni pongo rey. Nadie pone en tela de juicio aquí al escritor, a uno de los autores más representativos del realismo social. Hombre sencillo, natural. Narrador sin menoscabo alguno, pegado al terruño y a la plasticidad del lenguaje, sus modismos, a las costumbres y cultura del momento. No se preocupe, don Miguel. No hay quien lo expulse del Olimpo, allí donde ahora disfruta con las Musas de la gloria de su fama. Entonces, ¿a qué vengo yo, señor Delibes, un simple lector, con mis salidas de tono? ¿a importunarle la vida eterna, como hiciera su Carmen con Mario Diez Collado?
Para mis adentros, desde su bonhomía probada, fue usted excesivamente ortodoxo. Por supuesto, no esperé nunca de su realismo creaciones descarnadas, llenas de delirios ácidos y etílicos, al estilo de Bukowski. Sí, en cambio, con todo el respeto que me produce un señor que lleva ya más de dos años enterrado, me hubiera gustado verle con unos pocos más de arrestos en aquellos años de la dictadura. Y al igual que Teresa de Ávila, fue usted un clásico en sortear la censura. La Doctora se salvó de la Inquisición. Y usted señor Delibes, dimitió como director del Norte de Castilla. Fraga le tenía acobardado. Otros dirán que ese fue precisamente su mayor mérito literario. Vivía con tanto entusiasmo sus personajes, que no tuvo tiempo para vivir su propia vida. El testimonio del escritor es luchar, hacer valer sus opiniones con el oficio de su pluma. Si las palabras no se las dices a alguien, no son nada. Y don Miguel, desde su palacio de cristal, se las dictaba, sabias y vívidas, a sus libros.
Si le soy sincero (¿y quién no, con un finado?), varias veces durante estos años quise leer sus Cinco horas. Pero enseguida me deshacía del libro. Me cansaba tanto monólogo. Por los chorros frescos de sus letras: agua clara y limpia; pero siempre la misma. Oír sus frases repetidas, desdobladas como bucles interminables se me hacía inaguantable. Luego supe, que el motivo por el que yo le dejaba, fue su mayor experimento e innovación literarios. ¡Qué cosas! Ya le dije que mi fuerte no son los comentarios de textos. Y aburrido, como Carmen Sotillos con su Mario, tuve al escritor vallisoletano arrinconado más tiempo de la cuenta. Al igual que Menchu cubrí sus libros, con el velo de mi yo reprimido.
Ha pasado el tiempo. Tal vez ahora soy más frágil y vulnerable. O quizá haya madurado. Y hoy me acerco a su literatura más libre de prejuicios. Y por fin, animado por Deletreados, me hago con su Mario. Y sus retahílas, aquellas, que cual letanías ayer me cansaban, hoy me han sabido a mantras de hondo conocimiento. Tal vez mi inicial rechazo se debiera al dolor que me producía ver en sus páginas a mi propia familia, su mutismo e hipocresía, la sexualidad ignorada, (esos besos sin efusión, sin calor, tan sólo el chasquido), nuestra querida España de charanga y pandereta que cantara Machado. No quería verme en sus personajes, no quería que mi madre fuera su Carmen, ni mis hijos, sus hijos. Ni yo parecerme a esos intelectuales a quienes debieran prohibirles ir a la playa, que así tan flacos y tan eruditos resultan antiestéticos, más inmorales que los mismos biquinis.
Por último, señor Delibes, decirle, que no me creo que Cinco horas con Mario fuera la oportunidad que le dio usted a Carmen Sotillos, para que con su confesión redimiera su infidelidad conyugal. Puede que también. Pero para mi, sinceramente, y mis excusas de nuevo por enmendarle la plana, creo, y repito, que la razón principal de su libro fue justificarse a si mismo, dejando bien clara su opción fundamental ante la vida: la defensa como persona del ser humano, y su libertad conquistada y merecida.
Atentamente
Juan Serrano
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