domingo, 25 de noviembre de 2012

BENITO EN SOLEDAD (Babiluno)

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Benito, en soledad, cerró los ojos con la fuerza mágica que hace realidad los deseos. Imaginó que su madre entraba en casa y le abrazaba con tanta ternura que, poco a poco, se iba convirtiendo en un niño de verdad.

Cuando Benito aún no tenía nombre, empezó una insólita evolución dentro del vientre de su madre. La primera ecografía no detectó ninguna irregularidad, y eso que la embarazada argüía una y otra vez que se pasaba el día escupiendo unos pelos bastante raros, pero el listo de la bata blanca consideró que aquello entraba dentro de lo normal. La segunda ecografía ya no daría margen para el error. La madre de Benito llegó a la consulta y sin mediar palabra se metió el dedo en la boca. Durante un ratito, estuvo rebañando por los rincones del tragadero hasta moldear una bola de pelos de tal calibre, que solo hubieran faltado un par de raquetas de tenis para montar un “Roland Garros” en toda regla. Y lo de la pelota fue solo el principio. En el curso de la ecografía, el transductor envió a la pantalla una imagen tan espeluznante, que el médico tiró el chisme de ultrasonidos al suelo y con un chillido muy gay, se refugió tras la mampara del consultorio. Desde ahí, asomó los ojos y manteniendo una prudencial distancia de seguridad, explicó, con su voz de pito, todo lo que sabía sobre el engendro. Se trataba de un extraordinario caso de embarazo evolutivo. Aunque todos los médicos conocían su existencia, estar tan cerca de uno de ellos debía ser, sin duda, escalofriante. Finalmente, el galeno advirtió a la embarazada que tenía la obligación de denunciarla ante las autoridades. Fue entonces cuando la madre rompió a llorar, suplicando por lo más sagrado que le diera una oportunidad. Ciertamente, su hijo podría ser todavía un primate, pero tal y como el galeno había reconocido, estaba evolucionando de forma correcta. La madre prometió que completaría los nueve meses de gestación hasta su último segundo. Con el moco colgando, se levantó de la camilla y cogió el transductor del suelo. Se lo pasó suavemente por su tripa y la sobrecogedora aparición primitiva volvió a llenar el monitor. “Mire, ese es mi hijo, y le aseguro que no será ningún mono” Pero el médico ya no estaba ahí. Había salido por patas, seguramente, para atender alguna urgencia más sensata. 

Cada vez que Benito, en soledad, miraba la fotografía de su madre, sentía mariposas en el estómago. Era tan guapa y tan distinta a él que le hechizaba...


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El blog de Babilunio





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