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Constantina Calmarza esperaba en casa. Con la mirada perdida en dirección a la
ventana de su dormitorio, esperaba. No
sabía a ciencia cierta qué, pero esperaba. Estaba sentada en una mecedora de
bambú que Saturno le regaló porque decía que le recordaba al Caribe. Nunca la había utilizado hasta ahora y sólo
cuando volvió la vista hacia el lecho vacío lo pensó. Paró en seco el balanceo y tuvo la sensación
de que aquel dormitorio no era el suyo. El dormitorio, pensó, siempre lo veía
desde la puerta de entrada o desde la cama, tumbada. Aquella nueva perspectiva lo adulteraba. Qué tontería.
Ella, que hacía cambios continuos en la casa para que no le resultara
aburrida, acababa de descubrir que bastaba con moverse de sitio. Que no eran los
muebles lo que había que mover sino nuestros cuerpos. Sencillo cambio y brutal,
a la vez. Muchas veces damos vueltas a las cosas para cambiar nuestro entorno y
en realidad basta con que nos movamos un poco.
Es como algo mágico. Ni siquiera
es necesario desplazarse: un giro de cuello y la vida cambia. Somos animales de costumbres que nos
convertimos en autómatas: comemos en el mismo sitio, dormimos en el mismo lado
y soñamos sólo cuando dormimos. Una
pequeña alteración en las costumbres y nuestro universo se transforma. No:
aquél ya no era su dormitorio. Ni
la cama la que había compartido con Saturno.
De hecho, desde la mecedora de bambú, Constantina no se veía en la cama
con su marido. A él sí. A él se lo imaginaba muy nítidamente. Pero no
con ella sino con una mujer de color. Y
esto le resultaba insoportable. Analizó
su vida con Saturno y llegó a la conclusión de que nunca la había querido. Pero había sido necesario verlo desde la
mecedora de bambú, lo que le llevó a la conclusión de que aquel cambio brutal
producido por la nueva perspectiva, le dañaba.
Y le dañaba porque no había sido un cambio voluntario. No se había movido sino que la habían movido. ¿Quién?
Ella no, desde luego. ¿Quizá su
marido? ¿Quizá el destino? ¡El destino!, pensó. A Constantina nadie le habló de las moiras, pero las intuyó en aquél trance
y se preguntaba una y otra vez:
—Por qué a mí. Por qué a mí.
Servando Gotor
El amor y las moiras, 1994
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