Había poco trabajo. Miró por el amplio ventanal de la gasolinera. A estas horas, las del atardecer, cuando el cielo se desangraba trágicamente herido por los locos vuelos de los vencejos, mientras las chicharras comenzaban su concierto y una suave brisa refrescaba el ardiente asfalto de la carretera, le invadía la melancolía. Qué grande es el mundo, se dijo, contemplado el vasto horizonte monegrino. La línea de los cables eléctricos perdiéndose en la estepa, pardas huebras moteadas aquí y allá por severas sabinas, desmentían lo que les enseñara la maestra, ¡cuánto tiempo hacía!, aquello de que las paralelas no se cruzan por mucho que se proyecten al infinito. Sintió la indefinible angustia del pájaro encerrado en la jaula mientras contemplaba el amplio mundo ajeno. ¿Pero era ella la que con Conchita, Pili, Merche, cantaban la tabla de multiplicar y cuando no las veía la maestra se intercambiaban chicles y notitas? ¿Era ella la que afirmaba con seguridad: yo seré azafata y volaré por todo el mundo; mientras sus amigas soñaban en ser ginecólogas, maestras o enfermeras, casarse y tener hijos?. Por el lado opuesto al sol, que agonizaba en sangre, aparecía la Luna, redonda y grandota como un queso, incluso se percibía la sombra de sus mares. Volar hasta la Luna, darse un paseo por ella. Regresó a la tierra, a estas alturas de su vida ya era palmario que no era azafata, ni lo iba a ser, ni siquiera había abandonado el pueblo donde había pasado toda su existencia.
Salió corriendo al poste de gasolina, un extraño aparato había estacionado junto a él. Buenas noches ¿qué desea? Repostar ¿Cuánto?. Lo suficiente para volver a la Luna. Un bromista conduciendo un estrambótico cacharro. Uno de esos que tunean el coche hasta dejarlo irreconocible. Su cara le era conocida, lo había visto en la tv o en los periódicos. ¡Ya está! Se parece a Neil Armstrong. ¡Qué tío! El mismo peinado, hasta ese bozo sobre el labio superior mal rasurado. ¿Se habrá hecho la cirugía estética para parecerse?. El extraño viajero le dio un puñado de dólares y arrancó. En tanto, la noche se había hecho presente y la calima envolvía el entorno. No lo juraría, pero le pareció que el cacharro había levantado el vuelo, dejando una estela de gases, como los cohetes.
Esa noche en el telediario escuchó la noticia: Neil Amstrong había muerto a las 20,42 hora peninsular española. Era el 25 de agosto de 2012. Levantó la vista hacia la Luna y le pareció ver que un objeto se le acercaba. Levantó la mano saludando, para arrepentirse a continuación de su infantil gesto.
(N. B. En julio de 1969 una sociedad que todavía creía que el progreso tecnológico contribuiría a crear una sociedad mejor, una sociedad esperanzada, no la desencantada actual, veía con emoción como Neil Armstrong daba un paseo por la Luna. Con su muerte ha desparecido un símbolo de una época que todavía esperaba que los avances humanos nos harían cada vez más felices, gracias a nuevos y espectaculares descubrimientos. Sin embargo, la noticia del infortunio ha sucedido en un apático mes de agosto, pasando, si no desapercibida, sin el impacto que debiera.)
Antonio Envid
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