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Recorrí las tierras
altas, los arrozales, las llanuras del litoral. Me demoré en los lugares más
inhóspitos esperando el paso de una caravana, de un viajero, de los pastores de
cabras. Ella tenía que estar allí, tenía que estar allí. No la conocía, es
cierto, pero estaba seguro de que, en cuanto la viera, sabría que era ella. Tal
vez estaba en un poblado recóndito del norte, tranquila y feliz; o en uno de
esos pueblecitos de pescadores de la costa este, dorada por el sol, curtida por
los vientos del mar, con los pies suavísimos de andar siempre descalza por la
arena, preparando arroz con cangrejos y durmiendo en una hamaca con mosquitera
desde la que podía oír continuamente las olas. Si era nómada pasaría la mayor
parte del año en las tierras altas y sólo en verano bajaría a las llanuras del
litoral. Casi me di por vencido después de dos años de búsqueda, pero de pronto
Li Lu. Y ya todo fue Li Lu: los árboles, los rebaños, el atardecer, las
inmensas praderas, las noches sin sueño, las adelfas, los caminos de ceniza,
los acantilados, el viento, el aire. Como todas las cosas estaban llenas de Li
Lu, Li Lu emergía de todas las cosas. Se impuso a mí de inmediato, indudable,
evidente, como si un paisaje me hubiera atravesado, como un cuchillo clavado en
el corazón.
Narciso de Alfonso
Cuescos
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