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El cabo de año. Por la tarde celebraría una
misa de aniversario en memoria de su difunto marido, pero ahora tenía que
arreglar un poco su tumba y pasar unos momentos con él. Ya no sentía aquel
profundo dolor de los primeros tiempos, aquel vacío absoluto, la ausencia de
cualquier deseo. Ahora era un sufrimiento difuso, como el del desgraciado que
cree sentir el dolor de la pierna ya amputada. Veía la vida, incluso en las
cosas más cotidianas, descolorida, como cubierta por una tela de araña, que la privaba
de cualquier color o sabor.
Se empleaba a fondo en la limpieza de la
lápida sin comprender, todavía, como un hombre, no viejo aún, pleno de vida, se
había derrumbado como si hubiera recibido un hachazo. Había sido su único
hombre, se conocían desde niños y se habían unido muy jóvenes.
Quizá estaba limpiando sobre limpio pero
abstraída en sus pensamientos no se apercibía de ello. –Señora, señora, por favor….. Tampoco
reparaba en el hombre que a su lado, con suavidad, llamaba su atención. -…Perdón,
pero es que…. Balbucía con cierta timidez. Mire, observo que la tumba de mi esposa
necesita un poco de arreglo, pero, es que no he traído nada para limpiarla.
Vengo a menudo a visitarla, pero nunca recuerdo traer cosas para adecentarla un
poco. Acudo casi mecánicamente. Estoy un rato y eso parece que alivia la soledad
en que me dejó. Si pudiera prestarme una bayeta y un poco de agua y detergente… – No
faltaba más, por supuesto, no me había dado cuenta siquiera de su presencia, ya
disculpará. Utilice todo lo que necesite y no me dé las gracias, porque no lo
merece, use todo como si fuera suyo.
Le agradó, parecía un caballero muy educado,
y además había sido guapo de joven, desde luego, todavía conservaba su porte.
Se le veía triste, sería, sin duda un hombre sensible, debía de haber estado
muy enamorado de su esposa. Sin embargo, de pronto, le pareció que aquellos
pensamientos estaban fuera de lugar, como si estuviera faltando el respeto a su
difunto marido y se dedicó con frenesí, seguramente no justificado, a frotar la
lápida, a sacar brillo a los dorados, a cambiar el agua de los bucarillos, que
no lo precisaban pues lo había hecho unos momentos antes…
-Muchas gracias, amable señora. Esbozó una
triste sonrisa. No es necesario que le pregunte quien está enterrado aquí y
tampoco sobre lo reciente de su viudez, en su cara y en la lápida está toda la
información. Crea que me confraternizo completamente con su dolor. Ha sido muy
gentil en prestarme esto.
Porqué, pensó ella, me conturba y, a la vez,
me reconforta la presencia de este hombre. Es sumamente atractivo y ¡tan
educado! También podía haberme dado un poco de color en las mejillas y de rouge
en los labios ¡estoy tan pálida! No tuvo más remedio que mirarlo furtivamente
cuando él marchaba con paso firme y erguido. Todavía mantenía una muy buena
planta. Quizá me lo encuentre aquí otra vez, ha dicho que viene con frecuencia.
Rechazó de inmediato estos pensamientos y miró a todos los lados como el ladrón
que acaba de cometer un hurto y recela de que haya sido visto. Quedo
conturbada, culpable como si habiera cometido un crimen, pero con un regusto
agradable…
Antonio Envid
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