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Yo tenía una tahona en Colmenar, al pie de las torres de la iglesia parroquial.
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El Jarama atravesaba aquellas tierras unos kilómetros al oeste, y la tahona se asentaba a ras de calle.
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Durante la noche, en el silencio, te sentías a una gran altitud, cerca de la luna.
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Las primeras horas de la madrugada y las mañanas eran locas y ajetreadas y los atardeceres templados y sosegados.
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Los domingos, tras la siesta, invitaba a mi novia al cine y allí merendábamos los dos.
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A ella le gustaban las películas de Robert Redfort y el pan bimbo con mortadela. A mí, Michelle Pfeiffer y el bandoneón.
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Una tarde de otoño fúnebre y gris la llevé a ver Memorias de África. Sintió tan fuerte el espectro del lunes, que estalló en un lloro negro y amargo ahogando la noche de lágrimas.
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Se fue y me dijo que escribiría. Pero se internó en frondosos bosques de una niebla muda y profunda y ya nunca más supe de ella.
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Yo tenía una tahona en Colmenar, al pie de las torres de la iglesia parroquial.
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El Jarama atravesaba aquellas tierras unos kilómetros al oeste, y la tahona se asentaba a ras de calle.
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A la entrada he puesto un buzón americano pero sólo llegan cartas de bancos, propaganda electoral y alguna factura.
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Hoy, en mi tahona en Colmenar, hago pan de molde con harina de limones y pompas de neones.
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Roberto Plural
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