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SGS |
Las estaciones ya no son como las de antes. Ya
no llegan resoplando lastimeramente los trenes enfermos de largos viajes,
mendigando un lugar donde descansar, aunque sea unos momentos, antes de emprender
otra vez, en un eterno bucle, su dilatada rodadura sin fin. Ahora irrumpen
trenes silenciosos de líneas aerodinámicas, que parecen realizar su trabajo sin
esfuerzo. Paran unos minutos, molestos por la interrupción, mientras los
viajeros salen y entran, y vuelven alegre y confiadamente a marchar con el
júbilo de no importarles su destino.
Tampoco hoy las estaciones albergan aquella universal fraternidad antigua
de los viajeros, ni se percibe la desdicha de desgarradoras despedidas. Ya no se
contemplan aquellos besos desesperados con que las parejas o los padres e hijos
pretendían retener parte del ser que pronto ya nos estará entre ellos; besos y
abrazos en una fusión de cuerpos momentánea con pretensiones de eternidad.
No, las cosas, ahora, son más asépticas y
contenidas. Qué importa que la tragedia sea eterna y siempre la misma: gentes
que van y gentes que vienen, en un eterno ritorniello
cuyo sentido nadie comprende en el fondo. Ved ahí a ese viajero enfundado
en una gabardina, fumando nervioso a la espera del tren que le posibilitará
huir de alguna situación embarazosa, quizá un amor que ya no proporciona sino
enfado, tanto mayor cuanto que fue en algún tiempo una pasión febril. Más allá una joven marcha
lejos de lo que ha constituido hasta el momento su vida, su familia, sus amigos,
pero parte ilusionada a la búsqueda de una vida distinta que le promete
sensaciones nuevas, nuevos amigos, nuevos lugares, o el jubilado que huye de la
monotonía y vacuidad de su vida pensando que un nuevo lugar puede ser capaz de
resucitar ilusiones marchitas. Todos ellos esperando solitarios, alejados unos
de otros, viviendo aislados en globos de cristal, como aquellos personajes que
pintaba El Bosco, sin concesiones a fáciles sensiblerías, tragándose cada uno
su pena o alegría, como debe ser.
Además de la promiscuidad de las antiguas
estaciones también han desaparecido hoy las ingentes pilas de equipajes que se
amontonaban en sus andenes. Ahora se viaja con apenas una maleta. ¿Quizá la
vida moderna exija menos cosas para vivir? La experiencia le dictaba que no, que
hoy, precisamente, necesitamos una gran variedad de adminículos, de los cuales
hace treinta años siquiera teníamos noticia. Tal vez los viajes se hayan vuelto
más banales, reflexionó, ayer se viajaba sólo por necesidad absoluta y aquellos
que lo hacían por placer, convertían esto en un acontecimiento único: se
confeccionaban trajes y vestidos apropiados para ello, cargaban con un sinnúmero
de objetos con los que pudieran reconstruir el confort de sus vidas en cualquier
lugar, portaban regalos para sus huéspedes…
Toda aquella humanidad antigua, con sus júbilos,
sus tragedias, su algarabía, afortunadamente, era cosa del pasado. Gustaba de
la intimidad que proporciona el anonimato de una gran estación. No necesitaba
entablar conversación con nadie, podía ver y observar sin que nada se lo
impidiera. No es que rehuyera las relaciones sociales, pero las practicaba como
una parte más de su trabajo y nunca llegaban a un compromiso. En el fondo era un solitario y los viajes le
permitían cargar con su intimidad como principal bagaje y observar con los demás
esa exquisita cortesía que suele usarse entre viajeros, propia de las
relaciones ocasionales en las que no merece la pena esforzarse por conocer al
otro, ni mucho menos mostrarnos como somos, y lo más práctico es ser educados.
Esa cortesía epidérmica que Pessoa predica como conveniente en todos los
aspectos de la vida.
A bordo del tren, aunque en los viajes modernos
no suelen entablarse conversaciones y como mucho se intercambian algunas
palabras, además de ser un perfecto desconocido en la región, con lo que era
altamente improbable que lo reconociera alguien, los auriculares para escuchar la música lo
defenderían de cualquier intento de perturbar su intimidad. Se resignó a
escuchar durante un rato, hasta que todo el mundo se acomodase y pudiera
librarse sin riesgo de esos adminículos, la música chicle que de común se sirve
por el canal musical. Sin embargo percibe, con grata sorpresa, la versión que
hizo Ringo Starr del viejo y popular tema Sentimental journey. Agradeció a Ringo que huyera del
edulcoramiento de Doris Day consiguiendo, de ese modo, una balada bonita y
sencilla, donde cobra protagonismo su excelente batería, junto a la sobria y cálida voz del popular
cantante, contribuyendo todo ello a crearle una atmósfera relajante. Con ironía
pensó que el título de la canción era muy apropiado para el objeto de su viaje.
Los trenes de alta velocidad, eso es lo que
tienen, que imprimen un carácter de fugacidad a
todo, impidiendo cualquier interiorización de las cosas. El paisaje avanza
hacia nosotros para huir desalado de nuestro contacto visual, temeroso de
nuestra perniciosa influencia, quedando así intacto, indemne de subjetividad,
puro. Los viajeros se encierran en sus lecturas de periódicos o en su trabajo,
repasando notas o usando pequeños ordenadores, alguno descabezan una ligera
siestecita, de modo que las relaciones humanas se limitan a compartir un mismo
espacio y tiempo.
La azafata se inclinó hacia él con una sonrisa
comercial ofreciéndole un café o un refresco. Al servirlo rozó inadvertida su mano con la suya. Un ligero contacto, que
sin embargo le resultó desagradable y los instantes que mediaron hasta que la
chica avanzó hacia el siguiente viajero, eternos e insufribles. Se levantó rápido
de su asiento y se dirigió al lavabo, para lavarse repetida y enérgicamente las
manos, hasta hacer desaparecer cualquier rastro del furtivo roce.
Volvió a su asiento y trató de poner la mente en
blanco mirando distraídamente por la ventanilla. Vastos campos de labrantío
pasaban fugaces mostrando una amplia variedad de pardos colores, al fondo se
veían hileras de chopos desnudos por el invierno, un cielo de panza de burra lo
cubría todo. Qué difícil es no pensar en nada. La desnudez y monotonía del paisaje
le molestaba. Aborrecía el campo, en él se encontraba vulnerable y
desorientado. La ciudad, en cambio, y cuánto más cosmopolita mejor, era su
entorno natural, en ella, sumergido entre la multitud anónima, se sentía fuerte
y afirmado. Cada bar era un refugio seguro, cada club, un hogar. Rechazó
violentamente el recuerdo de su infancia en la granja paterna, las jornadas de
trabajo interminables, la soledad. Cuando huyó de su casa prometió no poner los
pies más en ella y lo había cumplido.
Tras un rato de calma lo sacó de su
ensimismamiento el telefonillo de su vecino de atrás; informaba de las ofertas
que se habían presentado para una buena contrata y daba instrucciones para
efectuar otra que las mejorase. Otra chica también hablaba, con su amante, una
conversación manida, aburrida, salpicada con los tópicos más usuales. “Si me
quieres tanto, ¿porqué no me lo dices más a menudo?....”. “Dime que me quieres,
anda…” Le irritó la falta de pudor de la gente para preservar sus asuntos, su
ausencia de recato. ¿No podía imaginar su vecino que él, precisamente, fuera un
competidor, que aprovechase la información que le proporcionaba de forma
gratuita? ¿Y la amante? su falta de recato lo ofendía, y sobre todo su
vulgaridad, aunque, bien mirado, el amor se viste siempre con estos pobres
adornos.
Volvió a la calma. Extrajo de un pequeño estuche
una lima y un cepillito y se entretuvo en arreglarse las uñas y cepillarlas
concienzudamente, sobre todo los intersticios entre ellas y la piel. Parecía un
cirujano dispuesto a realizar una delicada operación quirúrgica, que precisara
una estricta higiene. Cepilló
minuciosamente hasta hacer desaparecer cualquier rastro ya no de suciedad, sino
de polvo o residuo. Empleó bastante tiempo en esta tarea hasta quedar satisfecho. Cuidaba sus
manos de dedos finos y alargados, parecían manos de pianista, de las que se
sentía orgulloso, exentas de cualquier adorno para resaltar más su blancura y
fineza, solamente en la muñeca llevaba una cadena de gruesos eslabones de oro. En
la habilidad de sus manos residía la mayor parte de su arte, era natural que
las mimase, como el cantante cuida su garganta o el corredor de velocidad sus
piernas.
Antes de llegar a su destino pasó por el lavabo
donde comprobó el orden de sus cabellos y se sacudió cualquier mota de polvo
que pudiera permanecer en su traje de esmerado corte. Se calzó unos delicados
guantes de cabritilla, tenía una verdadera colección de ellos que le
confeccionaba un guantero francés a medida, y abandonó el tren dirigiéndose con
paso ligero por el andén de la estación hacia la consigna de equipajes.
Miró el número de taquilla en el resguardo que
le habían entregado, tras localizarla la abrió. Extrajo un pequeño estuche de
piel, un sombrero de fieltro y una bufanda. Abrigado con las prendas y
protegido con unas gafas de sol se encaminó hacia la terminal del metro.
Tal como le habían indicado, muy cerca de su
destino había una sucursal bancaria con cámara de seguridad, que esquivó. Bajó
al garaje, que según la información carecía de medidas de seguridad especiales,
localizó el vehículo por el número de matricula que le habían comunicado y se
apostó cerca, tras una columna, vigilando la puerta de acceso del ascensor. No
tardando mucho, salió del ascensor una persona. No había duda, era él, el mismo
de las fotografías que le habían facilitado. Había extraído un estilete del
estuche de piel, que escondió en la manga del gabán. De un brinco se plantó
delante del recién llegado, a quien miró fijamente a los ojos con su mirada
magnética y fría, desconcertándolo. Con resuelto movimiento le clavó el
estilete en el hígado, un rápido metisaca, cara de sorpresa en su víctima que
inicia un movimiento de encogimiento sobre la zona herida, otro rápido metisaca
atravesándole el corazón, con precisión, acertando en el espacio entre las
costillas, evitando el esternón. Mientras su víctima se desploma en estertores
y se encharcan sus pulmones de sangre, impidiéndole gritar, limpia el estilete
en la propia ropa del moribundo, que con rapidez introduce de nuevo en su
estuche, y abandona la escena con paso seguro y ágil.
Con destino al aeropuerto piensa que ha
realizado otro trabajo perfecto, propio de su arte, un trabajo limpio, rápido,
eficaz, como siempre. Sus elevados honorarios están bien justificados. El
estuche quedó en un contenedor de no sabe que avenida. Deja después abandonados
el sombrero y la bufanda (los guantes siguen impecables, sería una lástima olvidarlos,
además de proporcionar una pista rastreable). Al poco abandona el país.
Antonio Envid Miñana
Noto , nostalgia, crítica, poesía y finalmente novela.
ResponderEliminarEn muchas narraciones de novelas de acción, a veces leemos rápido, hasta la siguiente escena de acción.
Para mí en este relato, el viaje , es todo acción. Dan ganas de repetirlo una y otra vez, a pesar del sorpresivo desenlace.
Curiosamente lo que al principio parece un artículo de opinión, se va convirtiendo en poesía narrada, para terminar con un desenlace novelístico.
Me ha impresionado mucho D. Antonio. Dan ganas de seguir leyendo.
Para mí ( y es dificil elegirla ) la mejor imagen es : "El paisaje avanza hacia nosotros para huir desalado de nuestro contacto visual, temeroso de nuestra perniciosa influencia, quedando así intacto, indemne de subjetividad, puro."
De la parte de novela, me sorprende mucho cómo ha descrito la vulnerabilidad, con que el asesino ve a las personas corrientes. Da la sensación de que su falta de atención le permitiese hacer lo que le diese la gana, pasando desapercibido además.
Gracias por haberlo compartido.
angel
La patología del asesino, su incapacidad para las relaciones humanas, su aislamiento, su obsesión por la asepsia, es paralela a la de la sociedad, el aislamiento de los viajeros, metidos en globos de cristal como en los cuadros del Bosco, su frivolidad; todo ello comparado con la humanidad y promiscuidad de los antiguos viajes. ¿Pretende el autor denunciar a una sociedad enferma?
ResponderEliminarlos agentes del orden viven obligados en ese espacio, sin pertenecer a la sociedad, pero perteneciendo a ella. Detectan esos globos de cristal, solo que se despierta un instinto protector en ellos. Viven esa asepsia, sin querer estar en ella. Como un árbitro, que se moriría por chutar un penalti, y lo hace, con el campo vacío de gente.
ResponderEliminarA veces, durante la observación del paisaje, las dos miradas, la del asesino y la del policía, se cruzan.
Está bien, muy bien el texto, la historia...
ResponderEliminarUn placer leerlo, como siempre
El indignado meláncolico de siempre (de los comentarios)
a los inteligentes lectores
ResponderEliminar¿creen que puede tratarse de un crimen perfecto?
No hay móvil: es un sicario que viene de otro país (sale a continuación del país tras el crimen)
va al lugar del crimen en tren, luego ha venido por un aeropuerto distinto del que sale
tan pronto llega a la estación recoge el arma de una consigna de la que le han facilitado el número (luego alguien distinto ha colocado estos utensilios allí y le habrá enviado el resguardo)
lleva desde entonces los guantes para no dejar huellas y va camuflado (gafas, gorro, bufanda) por si lo capta una cámara de seguridad.
conoce las cámaras de seguridad del entorno del crimen y las evita.
Antonio
Al trabajar en conjunto con otros compinches, está vendido.
ResponderEliminarLe hubiera ido mejor, ser sicario durmiente. Sólo actúan una vez en su vida. LLevando una aparente vida normal y preparados para el momento en el que reciben una orden , que no saben de donde viene , ni de quién, proporcionada por una coincidencia, que el que ha planeado realmente todo, pone en su camino en el día y momento oportuno.
Después se retiran para el resto de su vida, por el bien suyo y el del que ha planeado el crimen.
Ah! Ah! ...En estos tiempos, hay más presencia policial en las calles y la ciudad nunca duerme.
ResponderEliminarUna simple patrulla, acostumbrada a trillar su sector, hasta el punto de que tiene grabada en su memoria, la cotidianeidad de la zona, del paisaje, mientras uno de ellos bebe un sorbo de café, con el rabillo del ojo, ve a un indivíduo que avanza, con un paso extraño y no habitual para la hora que es. Es una persona que resalta en el ambiente dejando al descubierto su asepsia, al no pertenecer a la vida.
En ese momento los agentes se dirigen hacia él, simplemente para ser identificado, presenciando el crimen.
Los vecinos insomnes, asomados a las ventanas, siguen la pista del sicario, hasta que es atrapado en una calle, al no conocer el plano de la ciudad donde actúa, siendo rodeado por más coches.