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Estaba muy avanzada la mañana cuando
salieron. El trayecto no era muy largo, de manera que no era preciso madrugar,
además era primavera y el calor del mediodía no les agobiaría. Estaban
acostumbrados a andar y la vuelta desde Jerusalén, donde habían pasado la
Pascua, a su aldea Emmaús, sesenta estadios, unos once quilómetros, representaba
un paseo.
Haciendo a pie el camino es cuando verdaderamente se puede hablar de
viajar, lo que normalmente hacemos es desplazarnos. El sendero, medido por
nuestros pasos, y el tiempo se hacen elásticos, de modo que el caminante, el
camino y el tiempo forman un todo indiferenciado donde los tres interactúan.
Vayan por el interior de Galicia y verán como es cierto “¿Cuántos quilómetros
hay hasta esa aldea?”, “Como media
hora”, te contestan, utilizando el tiempo como medida de longitud.
Además, la naturaleza se entretiene en jugar
con el caminante. Ahí a la izquierda hay una encina, pero tras ganar el recodo,
la misma encina, pícaramente, aparece por tu derecha. El cerro, que imaginas
cercano, se burla de ti retrocediendo los mismos pasos que los que tú avanzas. Otra cosa que tienen los caminos
es que crean una universal fraternidad. Todos los viajeros se hermanan en un
objeto común, el viaje. No es de extrañar, pues, que de pronto se les juntara
un extraño y fuera acogido con cordialidad para continuar juntos el camino,
haciéndole partícipe de su conversación y de sus reflexiones. La conversación
acorta cualquier trayecto. Sería un peregrino de otras tierras, pues no se
había enterado de los extraños acontecimientos que habían sucedido en Jerusalén
durante esta Pascua. “…Sí, sí, como lo oye, fueron nuestros propios príncipes
quienes lo detuvieron y lo llevaron al Cónsul para que lo ejecutase”. “Hay que
ver, un hombre tan sabio y tan santo, ajusticiado de modo tan cruel y entre
delincuentes ¡quién lo iba a pensar!” “¿Sería otro falso profeta de los muchos
que aparecen en estos tiempos tan revueltos?” “No puede ser, transmitía tanta
serenidad cuando hablaba. Era tan dulce su discurso. Decía cosas tan sabias…”
Declinaba ya el día cuando llegaron a su aldea.
“No continúe el viaje, descanse con nosotros. Mañana será otro día. Techo no le
va a faltar y de cena, compartiremos lo que haya, que donde comen dos comen
tres”. No sería una mesa abastecida como la que pinta Caravaggio: un pollo, pan,
una jarra de vidrio fino para el vino y vasos de cristal, una cestilla de
fruta. Más bien una jarra tosca de barro mediada de un vino honrado y recio de
Judea, de los que al primer trago te recupera del cansancio, unas aceitunas,
pan y acaso queso. El lugar, al aire libre, como lo concibe Pedro Orrente, bajo
un emparrado, disfrutando de la brisa nocturna y de los aromas de los romeros y
las jaras. Una noche estrellada, apacible, corriendo un vientecillo dulce,
dejando transcurrir el tiempo. Tres amigos que conversan, una jarra de vino que
circula de mano en mano. Y de pronto, Cristo que se revela ante los ojos
atónitos de Cleofás y su compañero, para desparecer de inmediato. Por qué, me
pregunto, el cielo no puede instalarse, siquiera una velada,
aquí en la tierra.
Antonio Envid.
Me sumo a su recuerdo y a su delicadeza. Su texto podría ser uno de Dº Mariano Berdusan, de 'el color de mi cristal'
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