IV.- DAME VINO AMARGO
Dame vino amargo que ahogue mis penas /Aunque m´emborrache no te pueolvidarrr.
La pastosa voz de Rafael Farina, a través de la radio, invadía la vivienda. Era un local al pie de la calle. Su propia condición fronteriza, entre la calle y la casa, ya era suficiente para subyugarme. ¿Era la calle, el abierto mundo de la infancia preñado de promesas lo que irrumpía en la intimidad de la vivienda, o, este recinto cerrado, al abrigo de todo mal, el que te acompañaba solícito hacia el mundo exterior? Su ambigua naturaleza me excitaba. Allí vivía mi amigo Antonio. Convivía con sus numerosos hermanos, sus padres, sus abuelos, algún tío, algunos primos de paso, el burro del abuelo…. Era una tribu gitana profusa y confusa, como todas, cuyo número de miembros oscilaba y de algunos de los cuales nunca llegue a conocer sus verdaderas relaciones parentales.
Me divertía corretear por aquel espacio único, entre desvencijadas sillas, lechos desperdigados por la estancia, enseres y gentes ocupadas en lo más diverso. Uno rasgueaba una guitarra, mientras otro le acompañaba con palmas, quién pelaba patatas, quién confeccionaba un cesto, allí una mocita se lavaba el cabello en un barreño y nosotros, los niños, ubicuos, presentes en todos los sitios a la vez, participando de todas las conversaciones y en todos los quehaceres. Si llegaba la hora de comer, se distribuían platos entre todos los concurrentes en aquel momento, yo incluido, por supuesto, y en cada plato se vertía un cacillo del humeante puchero que había estado hirviendo durante horas en un hogar bajo situado en un rincón. A mi abuela, que aprobaba mi amistad con Antonio y su familia, no le parecía bien, en cambio, que permaneciera con ellos a la hora de comer; la comida, para la España de entonces, era un acto familiar privado e íntimo, pudoroso incluso, en el que encajaba mal la presencia ajena, yo, en cambio, desafiaba las recriminaciones de mi abuela y trataba de participar en tan divertidos ágapes siempre que podía.
Un día el clan se animó más que de costumbre. Entraba y salía gente del local, los compadres se daban palmetadas en la espalda, abrazos y otras muestras de alegre amistad. En los corrillos se mezclaban las conversaciones y los presentes tenían que hablar a gritos para hacerse oír. Siempre se hablaba en voz alta en aquella casa, pero hoy el ruido era excepcional. Por lo que pude colegir, el motivo de tanto alboroto era la noticia de que el propio Rafael Farina iba a actuar en la ciudad y esto tenía alterada a toda la colonia de flamencos locales.
En los días próximos no bajó el ajetreo, muy al contrario, aumentó más si cabe. Se sopesaban las posibilidades de comprar entradas para el espectáculo, incluso se aseguraba que se agotarían en pocas horas, por lo que habría que apresurarse. Pero el clan de Antonio preveía un grave problema: aunque no se sabía el precio de las localidades, era previsible que hubiera dificultades para reunir el dinero suficiente para que toda la familia, en pleno, pudiera asistir.
Un día llegó la noticia, ya se sabían los precios, la localidad más barata a cinco pesetas. Una catástrofe. Se vaciaron cajetas y cajones, se hizo un estricto registro de bolsillos y tras el arqueo, decepción general: faltaba numerario para asistir a la mayor ocasión que vieran las oscuras vidas de aquella tribu.
Yo, que jamás había parado cuenta de tan excelso artista y que en mis infantiles intereses para nada entraban los musicales, de la clase que fueran, empecé a sentir un cosquilleo de curiosidad por lo que pudiera representar ese acontecimiento que tanto ocupaba a mis amigos, de modo que en mi interior fue creciendo el deseo de acompañarlos a tan magno acto. Como buen niño pobre yo no tenía deseos, ¿para qué?, recibía lo que buenamente se me daba y me alegraba de lo que tenía, sabiendo que no podía aspirar a otra cosa. No sufría por lo que carecía, me parecía tan natural ser un niño pobre, como el carecer de muchas cosas. Sin embargo en esta ocasión le expresé mi deseo a mi abuela: quería ir a ver a Rafael Farina. Mi abuela, que tenía una economía de subsistencia, me miró asombrada por lo insólito de mi petición y me dio un seco "no", que yo acepté resignadamente.
Con envidia y curiosidad escuchaba las gestiones que hacía la familia de mi amigo para reunir el dinero. Pedir a los compadres y amigos estaba descartado, porque, como todos ellos tenían idéntico problema, no cabía la solidaridad que siempre imperaba. A la hora de comer surgían los planes más fantasiosos, como jugar a un determinado número de la lotería, que la matriarca de la familia aseguraba que el propio Farina le había revelado en sueños.
Un día, el abuelo, patriarca del clan, enjuto y de graves maneras, que hablaba poco y con mesura y que cuando dictaba una sentencia parecía grabada en bronce, dictaminó: "Todo está resuelto, no preocuparse, se vende el burro". La resolución del abuelo cortó la conversación como si hubiera refulgido una navaja, por primera vez en aquella casa se hizo un profundo silencio: el abuelo había decidido vender su burro, su mejor compadre, su vehículo, su compañero de fatigas y alegrías, su orgullo ante los demás gitanos. Una heroica decisión que solo un cabal como él podía tomar.
Aquella noche fue muy triste, desde mi balcón, con los ojos húmedos, tragándome las lágrimas, vi el alegre desfile de todos mis convecinos. La marcha hacia el concierto la abría el abuelo, seguían los hombres, de riguroso negro, sombrero de ala ancha y bastón de caña, como requería la ocasión, detrás las mujeres y las mocitas con abigarradas sayas y llevando a los niños, unos en el anca y otros de la mano.
de El tenue aroma de la acacia
Antonio Envid Miñana
Gracias por compartir ese tenue aroma entre inocente y confiado, nostálgico y alegre de unos años, que como canciones se nos fueron volando.
ResponderEliminarNecesaria aclaración: este capítulo pertenece a mi novela inédita "El tenue aroma de la acacia". No he hecho ningna gestión para publicarla, entre otras cosas, porque no creo que hubiera servido de nada. Por tanto, el que aparezca en aquella vieja y buenísima colección de Libros RTV, entre los grandes, no es necesariamente una broma de Servando Gotor, sino un regalo. Regalo que le agradezco sinceramente.
ResponderEliminarJeje, Antonio es tremendo
ResponderEliminarEl respeto a la inteligencia, la propia y por la tanto a la ajena de "mayúscula"
Valorando siempre al amigo, al colega, al complice, al ..., etc. en las cosas de la escritura, la literatura, pero...
cuando cree que puede haber un malentendido, rápido, a velocidad casi de rayo, aclara para los que no los conocemos bien lo que siente que, puede ser necesario.
Gracias a él, sabemos lo que puden pensar sobre la 'Literatura' (arte puro desprendido de la anécdota) Narciso y Servando (llevan muchas horas de conversación, ellos, sobre ellos no se montan las fantasías que desde el desconocimiento nos podemos montar otros.
Es bonita la definición de "cinéticos escritos" para la escritura de Servando.
Como deseable el intentar conseguir un 'Ulises' o un 'Cristo versus Arizona' (escrita en 1994, esta novela experimental relata a lo largo de más de cien páginas a modo de monólogo, sin separación de párrafos ni puntos, los sucesos ocurridos en el OK Corral en 1881, donde se mezclan escenas de sexo y violencia, en una serie de acciones simultáneas, ocurridas en un eterno presente, en una Arizona monótona, triste y atormentada, que demanda a Cristo por sus pesares...
http://www.poemas-del-alma.com/cristo-versus-arizona-libro.html )
el monólogo se compone de una única y extensa oración de más de cien páginas...
Lo escribió un Nobel, Camilo José Cela
(Sé que para muchos sobra estos comentarios, pero tal vez sean necesarios para los que no entiende la palabra maestro (maestro, Maestro, Maestro de maestros, Maestro de Maestro, Maestrísimo, etc.)
Comparto la opinión de Antonio sobre la otra literatura, esa que todos los humanos necesitamos para vivir, ¿la del cuentacuentos?, -pues la del cuentacuenta (y si están bien escritos, uff, uff. ¡qué maravilla! -El Arte del artesano)
vuelvo a la pintura de los dos renacimentos al italiano y al flamenco. Hermosos los dos, uno más cercano, más próximo, etc. (el flamenco), el otro más alejado, idealizado...
En el recuerdo Pedro, mi/nuestro padre, un escuchador (de su infancia recordaba como las mujeres, cuando se juntaban para esbrinar el azafrán en la casa de su abuela, había una o uno que tenía un poder especial, era el o la contadora de cuentos -les encantaban los de miedo-)y contador de cuentos.
Pedro, sin embargo no tenía el don de escribidor, sí, el de contador (a mí me apena que quienes lo tienen - por los motivos que sean -enfados con el mundo, etc.- no los cultiven).
El comentario ha salido un poquico largo, corto
Un día a todos
isabel
(Como soy incondiconal de la escritura de Dº Antonio, sobra decir que me ha gustado el texto)
Es bonito el término