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Desde el Cerro del Castillo la ciudad de Azulada se despliega sábana blanca con su lamparón de aceite, una nube de estaño sobre las estrías de su basílica cabeza. El pueblo, tendido al sol de la tarde, se lame los chorretones metalizados de sangre: espadas viejas y rotas, confrontadas. Que quiere limpiar, alegrar este pueblo los horrores de los frisos de la Iglesia Vieja. El viento al chocar contra las barricadas de la Sierra Salinas llama a retreta a sus habitantes.
Indiferente
a epopeyas y contiendas partidarias e intestinas, desde las Cuevas del
Poniente el ocaso recoge la parva de la tarde, y se esconde entre las luces
tímidas de un martes sonrojado, allá por el Barranco de los Muertos. El rojo
cobrizo que desprende el sol cansado, tiñe de topacio y púrpura toda mi cara,
las pinturas del Monte Arabí y las dependencias interiores de todo un pueblo que
quiere convertir en pan y oro la pólvora y el trabajo.
El tapiz entretejido de los rayos del sol llega hasta las mismas puertas de
Azulada, se extiende por la Heycla de nómadas y caldeos, atraviesa
la Yakka de escritores y guerreros, se adentra en la Hécula
de romanos y griegos, horada la Iegla de castellanos y
norteafricanos, se recrea por la Yecal de hebreos y fenicios.
Diferentes culturas herácleas afloran y reverberan en este atardecer. Vecinos de
La Hoya Hermosa, El Lentiscar, El Pulpillo, La Bronquina, La Decarada, Los
Cerrillares, Egelasta entera, todos en procesión se dirigen hacia
el antiguo templo del Cerro de los Santos. Y yo descalzo me uno a ellos en sus
rogativas: conseguir el milagro de una Azulada mestiza y universal, particular y
compleja, fronteriza y hospitalaria.
¡Me apetecía tanto refrescar mis múltiples orígenes en Azulada! Y mis pies
al pisar esta tierra de cal y cepas estallan de gozo ante la Dama Oferente de
Elo. Y siento en mi carne una a una todas las caricias que se
derramaron en este Templo, todos los caldos que saborearon los dioses. Desde el
primer beso hasta el último, los besos de todos los enamorados de todas las
Azuladas, los siento como si me hubiesen elegido a mí como único amante.
Levanto mis ojos al cielo y su inmensidad me sorprende como si por primera
vez lo viera. Y me confundo con su azul hasta no saber si yo mismo soy el
firmamento. Azulada sostiene mi cuerpo a esta Dama abrazado. Y noto en mi piel
la dulzura, el burbujeo de su latido, el vivo respirar de todos los hombres y
mujeres que fueron Azulada.
Y en su amor azul, este momento contiene la rueda de todos los colores, de
todas las mujeres.
Si antes, el bajel de mi cuerpo tocaba puerto en alguna mujer, ni en su
playa ni en su faro desataba la continencia mi azarosa travesía. De amores fui
burlado. Atravesé en balde todos los mares y los montes de Venus.
Y sólo ayer, martes trece, el escalofrío de Azulada, la Azulada griega, la
caldea, la Azulada hebrea, la romana, la musulmana, la Azulada chagra, la
Azulada de todos, me hizo sentir el placer de ser azul, aire azul y patrimonio
de todos.
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