Cuando Huxley, cual vaciador de matrioskas, recurre en el Ciego de Gaza a otra novela embrionaria, (El Amante Invisible), el más prestigioso libro de amor escrito, el autor de El Mundo Feliz no hace sino remarcar las ilusiones frustradas de uno de sus personajes como amante imposible. Dickens hizo lo mismo en Grandes Esperanzas. La frialdad, el despecho y la crueldad de una chica frente al enamoramiento ardiente de un joven no correspondido. Estela contra Pip. Alma o cuerpo, el cielo contra el infierno. Y lo mismo Cervantes con la Dulcinea de los sueños de su Caballero Andante, enamorado de quien ella jamás lo supo ni le dio cata dello. O si no, que se lo pregunten a Juan de Yepes. ¿A dónde te escondiste, / Amado, y me dexaste con gemido? / Como el ciervo huíste / habiéndome herido / salí de ti clamando y eras ido.
Vivimos en un plano idealizado de penumbras, y de tal manera falsamente iluminados, que cuando estamos frente a la pared viendo las sombras, meros reflejos a través de una simple lámpara colgada del techo, creemos disfrutar de la verdad del amor. Y si como el prisionero liberado de la Caverna de Platón, alguien quisiera desatarnos y conducirnos fuera, hacia la luz del sol, no sólo no le creeríamos, sino que lo mataríamos si pudiéramos, de lo bien instalados que estamos en la mentira de un beso.
Tiene Serrat una canción, (Me gusta todo de ti), que después de ir describiendo las partes dulces y hermosas del cuerpo de una bella muchacha, acaba gritando ¡PERO TU NO! Tal vez quiera Serrat con este desconcertante y quebrado verso convencernos de la inanidad del amor. Los poetas son necesarios para cubrir con su artificial canto nuestras necesidades de afecto jamás colmadas. Ellos son la boca de nuestro afásico corazón jamás henchido, las palabras de nuestro enterrado espíritu, el latir sublimado de nuestra ternura, el dulce lamento de nuestra furia siempre incontenida. Efecto placebo de la poesía necesariamente efímera.
Mi admiración por Neruda, Valente, Góngora o Juan Ramón Jimenez me viene por el reconocimiento al maravilloso servicio subsidiario que me prestan. Además de ser ellos mi conmovida palabra, son también mi cristalino mirar, el desahogado respirar de mi carne. Pero el alma es sólo el fútil aliento de mi cuerpo. En mis experiencias amorosas, no hay nada que fragüe, todo se diluye, nada se consolida como elemento estable. Y necesitamos de la lumbre transportada de los poemas sustitutos, mientras no se nos permita ver cara a cara al amor auténtico y derretirnos como la miel en un beso eterno.
La brevedad, la limitación, la finitud, son corolarios obligados de todo coito, ya sea éste carnal o de mística fusión. ¡Ay si yo pudiera coger la cara de la más amorosa de las Afroditas, la imaginación de la mejor de las Aónides, el busto de la más lasciva de las Venus, el talento de la más inteligente de las Cleopatras... construiría el mejor acabado puzzle de la más bella de las Dulcineas, el rompecabezas más completo de la existencia, esencia y substancia en la más pura armonía conjuntados. Pero nuestro vivir, como el de Alonso Quijano el Bueno, es fabulación y locura. Ojalá en el último capítulo de nuestra historia, (¿y por qué no mucho antes?), seamos despojados del engaño de nuestro mirar borroso. Yo fui loco y ya soy cuerdo, que diría el Quijote momentos antes de morir.
¡Lástima que entre los rostros y las almas, las ideas y las palabras, las sombras y las luces, que entre lo de dentro y lo de fuera no exista correspondencia obligada! La cara para nuestra desgracia no es el espejo del alma. ¿A quién le prestó sus versos el gran Cyrano de Bergerac? ¡A ti, a mi, a cualquiera! Todos andamos faltos del verdadero poema. Somos sólo figuración y metáfora. Cuando fondo y forma, luz y sombra, vida y muerte sean una misma cosa, nuestros amores ya no serán por más tiempo fatuos. Y seremos capaces de distinguir entre la luz borrosa generada por una insignificante fogata, y la luz directa del sol. Mientras tanto, andamos heridos tras el botín de nuestras conquistas fatuas, amor esquivo. Y a veces, de tan confundidos, cual el Caballero de la Triste Figura, apaleados ¿Quién no ha descubierto en rostros harapientos, fachosos andares, muecas cadavéricas, el rostro de la inocencia por antonomasia? O por el contrario, ¿quién no ha encontrado la verdad en el más agudo de los lamentos? Todo es un vestigio, un revolutum. Videmus nunc per speculum in enigmate, que diría Saulo el de Tarso.
Juan Serrano
de su blog: blao
28 agosto, 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario