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La noche se había metido en agua, llovía a cántaros. Cómo podía llover tanto en esta ciudad donde nunca llueve. Las precipitaciones anuales son equivalentes a la media del Sahara, dijo Martín. El otro no contestó, se subió la capucha del chubasquero y oteó a través de sus gafas anegadas como si estuviera en la proa de un ballenero y escudriñara anhelante la luz de un faro que lo guiara a puerto. Todo estaba cerrado, las calles desiertas; se hallaban a merced de los elementos, un gesto de desolación se dibujaba en su cara. El otro -prosiguió Martín reanudando su conversación, más bien un monólogo, que llevaba arrastrando desde algunos minutos antes- es inaprensible, juzgamos sus actitudes sus pensamientos con los únicos elementos que tenemos a mano, esto es, nuestra propia forma de pensar y de ver las cosas, eso plantea un problema filosófico de difícil solución, porque, precisamente, la otredad es algo distinto al yo, es una entidad diferente, eso exige que tenga sus propias leyes para que exista diferenciadamente, una frontera delimitadora que evite la confusión, sí, ese es el símil, que sea otro territorio. ¿Oye, no es ese Julio?, preguntó el otro. ¿Quién?. Ese que se ha metido por esa bocacalle, ya no lo vemos. ¿Pero, qué Julio?, pregunta Martín. Cortázar, por supuesto, le responde. Pues, no sé que te diga, no lo he visto, pero a lo que vamos, el otro es una entidad distinta a mí, con sus propias leyes y reglas, eso es su nota característica, lo que le otorga una categoría propia, pero, para observarlo y reconocerlo como una entidad distinta a la mía, le impongo mis normas, mi soberanía, lo mido de acuerdo con los parámetros que yo he establecido. ¿No es, en realidad, una forma de apropiarme de la otra entidad? Someterlo a mis reglas, hacer que responda a ellas, en cierto modo, tratar de dominarlo, de ponerlo bajo mis órdenes, de tenerlo a mi servicio, en definitiva, de apropiármelo, de domesticarlo convirtiéndolo en un apéndice de mí, por tanto, de confundirlo conmigo, o sea, a la postre, es una manera de destruirlo. ¡Qué asco!, exclamó el otro, he pisado una caca de perro. Cómo sabes que es de perro y no de gato, por ejemplo, inquiere Martín. Por su textura, con esta agua se ha puesto más blandita y más asquerosa, si fuera de gato sería más olorosa, pero habría conservado una mayor consistencia. Tengo experiencia en este tipo de accidentes. En esta ciudad ciudad, donde nunca llueve, salvo esta noche, ha de ir uno siempre sorteando los excrementos de cánidos y felinos. Martín sigue con su discurso: pero, por otra parte, al otro le pasa lo mismo conmigo: trata de comprenderme de acuerdo con de sus estándares, me mira, como tú, a través de sus gafas, quiere apropiárseme….. ¡Ya basta!, le impreca el otro, ya estoy hasta los cataplines de escucharte, tengo frío, estoy calado hasta el culo, he pisado una mierda y, además, yo lo tengo muy claro: el otro soy yo, quiero decir, tú.
Armando Muchabulla
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