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(Con motivo del Manifiesto en defensa de los
derechos fundamentales en internet -2009-)
Decimos que escribimos para no morir. Pero lo hacemos para engordar el ego. Tenemos la manía de poner nuestro nombre en el libro, en el árbol, en las paredes de la calle, en el pan, en el pañuelo, en el colgante del cuello. Y nos sentimos orgullosos. La letras trascienden la realidad, inmortalizan el presente, canturreamos monaguillos de un entierro. Y moribundos nos aferramos al viático de nuestros textos, flotadores agujereados de un naufragio asegurado. Creemos que en el infinito de las esencias se fundirán intransferibles nuestros manuscritos. Y rubricamos ilusos con copyright blindado nuestra propiedad perecedera ¡Como si Caronte se dejara sobornar por nuestra firma de barro!
Y donde decíamos que nuestros escritos salvaban a la humanidad de su precariedad y materialismo, convenimos en ratificar ahora que al arte es un producto. Y pasamos bandeja. Y el aroma de la palabra viene a ser potingue envasado de olores plastificados.
¡Fénix ingenuos! Ignoramos que Átropos es inseducible y frío. Nos ahogaremos como las piedras del río. E incluso en el caso de que fuésemos el mismísimo Homero, la Odisea será libre; pero nuestra cenizas irían para tres mil años ya calcinadas. Ulises no tiene cuenta bancaria donde lector incauto abone derechos de autor.
“La propiedad intelectual es una farsa que se fundamenta en un mito romántico (el autor) al que la sociedad burguesa ha dado estatuto jurídico. Desde esta posición mantenida por un confuso magma entre surrealista, postestructuralista y situacionista se tiende a postular el plagio como máximo momento de resistencia al capitalismo en el ámbito de la cultura”. (H. Schwartz, la cultura de la copia)
En la era digital, todo es copia. Nihil novi sub sole. Hasta la misma palabra es sustituto de la realidad que evoca. Y esto tan a la ligera dicho, no es un desprecio a la digitalización artística; al contrario: la copia elevada al rango de la originalidad misma. Entronizada la reproducción y el plagio al edén de la creación literaria, jardín donde confluyen democrática y solidariamente todas las aportaciones que a lo largo de la historia se hicieron. Y se harán. Porque el arte no es una mercancía acabada, y mucho menos interesada. Es un proceso de humanización permanente al servicio de la fruición y el sentir y el pensamiento.
Múltiples conexiones luminosas nacidas de la naturaleza, del acervo hereditario, de la imaginación y la conciencia universal nos hermanan como sociedad enriquecida y amalgamada. No hay creación que salga de la nada. Nadie quien con su mirada, su pluma o su canción se recree en una flor, o absorba su perfume, podrá decir que es suyo el rocío, la lluvia, o el aire.
Estar a favor del software libre no es menospreciar el esfuerzo del autor que parió sus obras como si fuesen sus hijos. Reconocer su trabajo es de justicia. Pero su oficio como su obra no debieran ser piedra de rivalidades y egoísmos, no así al menos fue concebido el arte, sino como panel, lienzo, muro de placeres y preguntas, grafiti de colaboración y complicidades. Sin la lectura de otros, la obra del escritor quedaría inconclusa. ¿Y quién pagaría entonces los derechos del lector que se deja las cejas en hojas de otros?
El autor irrumpe en primera persona, propone al lectorado el misterio de la especulación narrativa, reparte la tarta, macedonia globalizada; pero tanto la fruición como el reconocimiento han de ser compartidos, no sólo por los comensales, sino por aquellos que sin estar en la mesa, intervinieron también en su elaboración a lo largo de la transmisión de milenarios cromosomas, imaginación, sociedad y naturaleza.
Y ahora que viene a cuento me acuerdo de mi amigo, aquel librero que se hizo pasar por cuervo ingenuo. Y en el copyright de sus “Fábulas de Entretiempo” escribió:
“Todos los que lean o escuchen estas fábulas tienen el derecho de copiarlas, reproducirlas por cualquier medio, decir que las han hecho ellos, cantarlas si les parece y, por supuesto, en caso de placer o necesidad... ”
Decimos que escribimos para no morir. Pero lo hacemos para engordar el ego. Tenemos la manía de poner nuestro nombre en el libro, en el árbol, en las paredes de la calle, en el pan, en el pañuelo, en el colgante del cuello. Y nos sentimos orgullosos. La letras trascienden la realidad, inmortalizan el presente, canturreamos monaguillos de un entierro. Y moribundos nos aferramos al viático de nuestros textos, flotadores agujereados de un naufragio asegurado. Creemos que en el infinito de las esencias se fundirán intransferibles nuestros manuscritos. Y rubricamos ilusos con copyright blindado nuestra propiedad perecedera ¡Como si Caronte se dejara sobornar por nuestra firma de barro!
Y donde decíamos que nuestros escritos salvaban a la humanidad de su precariedad y materialismo, convenimos en ratificar ahora que al arte es un producto. Y pasamos bandeja. Y el aroma de la palabra viene a ser potingue envasado de olores plastificados.
¡Fénix ingenuos! Ignoramos que Átropos es inseducible y frío. Nos ahogaremos como las piedras del río. E incluso en el caso de que fuésemos el mismísimo Homero, la Odisea será libre; pero nuestra cenizas irían para tres mil años ya calcinadas. Ulises no tiene cuenta bancaria donde lector incauto abone derechos de autor.
“La propiedad intelectual es una farsa que se fundamenta en un mito romántico (el autor) al que la sociedad burguesa ha dado estatuto jurídico. Desde esta posición mantenida por un confuso magma entre surrealista, postestructuralista y situacionista se tiende a postular el plagio como máximo momento de resistencia al capitalismo en el ámbito de la cultura”. (H. Schwartz, la cultura de la copia)
En la era digital, todo es copia. Nihil novi sub sole. Hasta la misma palabra es sustituto de la realidad que evoca. Y esto tan a la ligera dicho, no es un desprecio a la digitalización artística; al contrario: la copia elevada al rango de la originalidad misma. Entronizada la reproducción y el plagio al edén de la creación literaria, jardín donde confluyen democrática y solidariamente todas las aportaciones que a lo largo de la historia se hicieron. Y se harán. Porque el arte no es una mercancía acabada, y mucho menos interesada. Es un proceso de humanización permanente al servicio de la fruición y el sentir y el pensamiento.
Múltiples conexiones luminosas nacidas de la naturaleza, del acervo hereditario, de la imaginación y la conciencia universal nos hermanan como sociedad enriquecida y amalgamada. No hay creación que salga de la nada. Nadie quien con su mirada, su pluma o su canción se recree en una flor, o absorba su perfume, podrá decir que es suyo el rocío, la lluvia, o el aire.
Estar a favor del software libre no es menospreciar el esfuerzo del autor que parió sus obras como si fuesen sus hijos. Reconocer su trabajo es de justicia. Pero su oficio como su obra no debieran ser piedra de rivalidades y egoísmos, no así al menos fue concebido el arte, sino como panel, lienzo, muro de placeres y preguntas, grafiti de colaboración y complicidades. Sin la lectura de otros, la obra del escritor quedaría inconclusa. ¿Y quién pagaría entonces los derechos del lector que se deja las cejas en hojas de otros?
El autor irrumpe en primera persona, propone al lectorado el misterio de la especulación narrativa, reparte la tarta, macedonia globalizada; pero tanto la fruición como el reconocimiento han de ser compartidos, no sólo por los comensales, sino por aquellos que sin estar en la mesa, intervinieron también en su elaboración a lo largo de la transmisión de milenarios cromosomas, imaginación, sociedad y naturaleza.
Y ahora que viene a cuento me acuerdo de mi amigo, aquel librero que se hizo pasar por cuervo ingenuo. Y en el copyright de sus “Fábulas de Entretiempo” escribió:
“Todos los que lean o escuchen estas fábulas tienen el derecho de copiarlas, reproducirlas por cualquier medio, decir que las han hecho ellos, cantarlas si les parece y, por supuesto, en caso de placer o necesidad... ”
Juan
Serrano
(En el blog Blao
4 diciembre
2009)
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* Molínea. Décimo sexto encuentro. Molina de Segura. Octubre 2009
No puedo por menos que suscribir punto por punto todas las manifestaciones quen hace Juan Serrano.
ResponderEliminarGran parte del arte producido por la Huamnidad es anónimo, especialmente la gran plástica del Románico (incluso cuando en raras ocasiones se lee "fulano me fecit" quizá no se refiera al autor sino al comitente)Cuando Goya hace sus grabados está pensando en que la obra única para un solo cliente la empobrece y hay que abaratarla y ponerla al alcance del pueblo.
¿qué decir del concurso necesario del espectador para completar la obra de arte? en este mismo blog hay una fábula mía, "La gran hermosura" de 14.12.2009, que ejemplifica este aserto.
Por último es impagable el copyright del librero, que desde ahora mismo me lo apropio para mi uso, aunque pienso ser más explícito y advertir que en caso de necesidad que no se prive el lector de usar el papel donde estén mis escritos para el uso que crea más conveniente en ese momento.
Antonio
Estoy de acuerdo en que el arte es patrimonio de todos, pero en cuanto a la escritura ( y no me refiero a la retórica ), pienso que es importante valorar el tamiz del escritor, para soportar y hacer que brote su obra para el goze/aprendizaje de los demás, no siendo éste el fin de la misma.
ResponderEliminarEsto lo digo porque considero que una gran mayoría de personas, sufren del mismo modo y están encerradas en sus gargantas, por no poder comprender y expresar, ni la vida real, ni su lenguaje interno.
angel