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Tuve que correr a través de calles desconocidas (1) bajo infinitas gotas de lluvia que se estrellaban contra aquellos enormes adoquines, también extraños. Las farolas escupían a la noche y la noche vomitaba luto. ¿Por qué?
Las campanas de una iglesia fantasma -porque no se veía ninguna en aquel urbano alrededor abismal- dieron las nueve. No llegaré, me dije, imposible que llegue a tiempo. Y si no llego –me derrumbé- … si no llego, ¿qué pensará él cuando algún día se entere de que no estuve allí? Apreté con fuerza la cajita que llevaba entre las manos.
Luto. ¿Por qué vomitaba luto la noche?
Y entonces, ignoro el motivo, recordé una cita de no sé quién: La inmortalidad podrá germinar en todas las almas, en las descompuestas y en las actuales, pero, ¡ay!, los más recientes muertos nos asomarán a tanto bosque de remanencias como los más antiguos… (2)
Al fin, una parada de autobús y el propio autobús me socorrieron: si no consigue llevarme, al menos me sacará de aquí, pensé, sin que ese pensamiento me tranquilizara, porque lo que yo quería era llegar y, además, llegar a tiempo (para qué si no, mi apreciada cajita).
En el interior, sólo una vieja de gesto huraño al final que parecía vigilarlo todo y un conductor de gafas oscuras que fumaba bisonte, lo que me hizo dudar de si todo aquello, definitivamente, era real o una triste pesadilla, fruto ya –quizá- de una incipiente debilidad mental impuesta por mi edad. Imposible –me repetí-, imposible que el conductor vea la noche. Cuando me volvió el saludo con un gesto pensé o, mejor aún, advertí, que era ciego.
Dudé un momento en apearme pero no tuve valor, después de haberle hecho parar.
SGS |
Tuve que correr a través de calles desconocidas (1) bajo infinitas gotas de lluvia que se estrellaban contra aquellos enormes adoquines, también extraños. Las farolas escupían a la noche y la noche vomitaba luto. ¿Por qué?
Las campanas de una iglesia fantasma -porque no se veía ninguna en aquel urbano alrededor abismal- dieron las nueve. No llegaré, me dije, imposible que llegue a tiempo. Y si no llego –me derrumbé- … si no llego, ¿qué pensará él cuando algún día se entere de que no estuve allí? Apreté con fuerza la cajita que llevaba entre las manos.
Luto. ¿Por qué vomitaba luto la noche?
Y entonces, ignoro el motivo, recordé una cita de no sé quién: La inmortalidad podrá germinar en todas las almas, en las descompuestas y en las actuales, pero, ¡ay!, los más recientes muertos nos asomarán a tanto bosque de remanencias como los más antiguos… (2)
Al fin, una parada de autobús y el propio autobús me socorrieron: si no consigue llevarme, al menos me sacará de aquí, pensé, sin que ese pensamiento me tranquilizara, porque lo que yo quería era llegar y, además, llegar a tiempo (para qué si no, mi apreciada cajita).
En el interior, sólo una vieja de gesto huraño al final que parecía vigilarlo todo y un conductor de gafas oscuras que fumaba bisonte, lo que me hizo dudar de si todo aquello, definitivamente, era real o una triste pesadilla, fruto ya –quizá- de una incipiente debilidad mental impuesta por mi edad. Imposible –me repetí-, imposible que el conductor vea la noche. Cuando me volvió el saludo con un gesto pensé o, mejor aún, advertí, que era ciego.
Dudé un momento en apearme pero no tuve valor, después de haberle hecho parar.
Tomé asiento en la primera fila a su espalda y, para fijarme mejor en la vieja, dirigí la vista hacia atrás, simulando seguir un letrero de neón (“Tropical”) que resbaló por la fila de ventanas de la derecha. ¿Me lo pareció o era real? La pobre mujer apoyaba en su regazo lo que parecía un par de muletas, circunstancia ésta que haría inverosímil la aventura de subir –sola al menos- a aquel curioso autobús.
-Unas muletas en un autobús y unas gafas oscuras -me repetí, apretando la cajita en mi regazo.
Adelantamos a un motorista que conducía sin casco y sonreía y aproveché de nuevo su imagen, que también se alejaba hacia atrás, para volver de nuevo mi mirada hacia la vieja. Quería cerciorarme de que las muletas eran de verdad muletas.
Pero la vieja no estaba ya. Había desaparecido. Y el autobús, desde luego, no había parado desde mi incorporación.
Miré la hora en mi reloj de pulsera. Nada. Una esfera completamente blanca como la luna: sin saetas ni señal horaria. Absurdo.
Algún día le contaré a él cosas como esta me dije.
El autobús avanzaba en la noche que cada vez se hacía más noche y menos urbana. sobre las heladas aguas del cálculo egoísta (3). Hasta la lluvia había cesado instantes antes y ahora era la niebla densa y lechosa la que los amarillentos faros aspiraban a bocanadas sordas y espectrales.
Ya no había neones. Ya no había tráfico. Tampoco la noche vomitaba luto porque aquello era tan irreal que hasta la noche había dejado de ser noche.
Volví de nuevo la mirada hacia atrás, esta vez sin soporte externo en el que poder amparar mi curiosidad: Hm… una hermosa ninfa, rubia y coronada de flores sonreía y canturreaba:
En la noche estrellada,
En la noche estrallada,
Recogí flores para él (4)
Me volví como avergonzado y miré el reloj, ya no sé si para disimular o pensando en mi cita. Ya la luna nos había dejado y las saetas marcaban las nueve menos diez. Imposible, me dije, imposible, desesperado. Nunca me lo perdonará y nunca me lo perdonaré. Y me aferré de nuevo a la cajita y su roce me tranquilizó: todo irá bien, seguro que todo irá bien porque ella es fuerte, porque nosotros, todos, somos y hemos sido siempre fuertes.
Pero de repente el autobús paró y se abrió la puerta que el conductor y yo teníamos a la derecha. Nadie dijo nada. Nadie porque atrás ya no estaba la muchacha y el conductor ni se inmutó. Me quedé unos segundos sin saber qué hacer, hasta que advertí a unos cuarenta metros del autobús la silueta del enorme edificio que tantas veces había imaginado. Sí, ese es, pensé, si me doy prisa es posible que aún llegue a tiempo.
Y baje corriendo sin decir ni adiós, cruzando la niebla, atravesando el vacío, porque bajo mis pies no sentía nada, ni nada veía a mi alrededor. Sólo el enorme edificio frente a mí, con todas sus luces apagadas, salvo las ventanas de la quinta planta y el vestíbulo de entrada.
And I was thinking to myself,
"this could be heaven or this could be hell" (5)
Me acerqué al mostrador de recepción y me identifiqué.
-Espere aquí un momento, por favor -me dijo una mujer vestida de blanco.
Me asomé a la puerta y sólo vi la niebla. Por supuesto ni rastro del autobús. Miré la hora pero ya no llevaba el reloj en la muñeca. Empecé a impacientarme… No, si llego tarde no me lo perdonará ni ella ni él ni me lo perdonaré yo nunca. Paseé por el enorme hall, siempre sin soltar la cajita, y busqué un reloj: menos cuatro minutos, las diez. No, no llegó. Comencé a sudar y a aligerar el paso de mi nervioso y perdido deambular en el hall, hasta que oí una puerta al fondo de un corredor. Se acercó a mí un hombre enorme y con gafas oscuras. Juraría que era el mismo conductor, me dije, pero no me dio tiempo a pensar más porque sólo con un gesto me indicó que le siguiera.
Lo seguí, penetramos en uno de los ascensores y, resbalando el dedo entre varios botones pulsó con decisión el de la planta quinta. No había duda, pensé, es el mismo tipo del autobús. Al llegar, me hizo un gesto para que saliera: pregunte por ella y ya le indicarán, añadió. Suspiré con cierto alivio, sobre todo al comprobar que en el mostrador de recepción de la planta cinco había un reloj que marcaba las diez en punto.
Otra joven de blanco, que parecía con sus mechones rubios que caían bajo la cofia y los apaños multicolores la misma Ofelia, me dijo:
-Ahora no puede verla todavía, pero sígame, por favor.
-¿He llegado a tiempo, pues?, pregunté temblando.
-Por supuesto. Puntualmente.
-Y todo ha ido bien por lo que veo.
-Sí, todo ha ido bien. Muy bien.
Acaricié emocionado la cajita y seguí a la joven. Juntos atravesamos corredores interminables y franqueamos numerosas puertas hasta que, tras la última, aparecimos frente a una gran vitrina con una cortina que se abrió automáticamente a nuestra presencia:
-¿Ya está aquí? –pregunté.
-Sí, por supuesto, lo acaban de traer.
-Y… ¿cuál es? ¿Quién de todos es él?
-Aquél, el del nido 5.
Entonces saqué el muñequito que llevaba en la caja lo alcé y, con grandes lágrimas de emoción, grité:
-¡Marcos, Marcos!
-Unas muletas en un autobús y unas gafas oscuras -me repetí, apretando la cajita en mi regazo.
Adelantamos a un motorista que conducía sin casco y sonreía y aproveché de nuevo su imagen, que también se alejaba hacia atrás, para volver de nuevo mi mirada hacia la vieja. Quería cerciorarme de que las muletas eran de verdad muletas.
Pero la vieja no estaba ya. Había desaparecido. Y el autobús, desde luego, no había parado desde mi incorporación.
Miré la hora en mi reloj de pulsera. Nada. Una esfera completamente blanca como la luna: sin saetas ni señal horaria. Absurdo.
Algún día le contaré a él cosas como esta me dije.
El autobús avanzaba en la noche que cada vez se hacía más noche y menos urbana. sobre las heladas aguas del cálculo egoísta (3). Hasta la lluvia había cesado instantes antes y ahora era la niebla densa y lechosa la que los amarillentos faros aspiraban a bocanadas sordas y espectrales.
Ya no había neones. Ya no había tráfico. Tampoco la noche vomitaba luto porque aquello era tan irreal que hasta la noche había dejado de ser noche.
Volví de nuevo la mirada hacia atrás, esta vez sin soporte externo en el que poder amparar mi curiosidad: Hm… una hermosa ninfa, rubia y coronada de flores sonreía y canturreaba:
En la noche estrellada,
En la noche estrallada,
Recogí flores para él (4)
Me volví como avergonzado y miré el reloj, ya no sé si para disimular o pensando en mi cita. Ya la luna nos había dejado y las saetas marcaban las nueve menos diez. Imposible, me dije, imposible, desesperado. Nunca me lo perdonará y nunca me lo perdonaré. Y me aferré de nuevo a la cajita y su roce me tranquilizó: todo irá bien, seguro que todo irá bien porque ella es fuerte, porque nosotros, todos, somos y hemos sido siempre fuertes.
Pero de repente el autobús paró y se abrió la puerta que el conductor y yo teníamos a la derecha. Nadie dijo nada. Nadie porque atrás ya no estaba la muchacha y el conductor ni se inmutó. Me quedé unos segundos sin saber qué hacer, hasta que advertí a unos cuarenta metros del autobús la silueta del enorme edificio que tantas veces había imaginado. Sí, ese es, pensé, si me doy prisa es posible que aún llegue a tiempo.
Y baje corriendo sin decir ni adiós, cruzando la niebla, atravesando el vacío, porque bajo mis pies no sentía nada, ni nada veía a mi alrededor. Sólo el enorme edificio frente a mí, con todas sus luces apagadas, salvo las ventanas de la quinta planta y el vestíbulo de entrada.
And I was thinking to myself,
"this could be heaven or this could be hell" (5)
Me acerqué al mostrador de recepción y me identifiqué.
-Espere aquí un momento, por favor -me dijo una mujer vestida de blanco.
Me asomé a la puerta y sólo vi la niebla. Por supuesto ni rastro del autobús. Miré la hora pero ya no llevaba el reloj en la muñeca. Empecé a impacientarme… No, si llego tarde no me lo perdonará ni ella ni él ni me lo perdonaré yo nunca. Paseé por el enorme hall, siempre sin soltar la cajita, y busqué un reloj: menos cuatro minutos, las diez. No, no llegó. Comencé a sudar y a aligerar el paso de mi nervioso y perdido deambular en el hall, hasta que oí una puerta al fondo de un corredor. Se acercó a mí un hombre enorme y con gafas oscuras. Juraría que era el mismo conductor, me dije, pero no me dio tiempo a pensar más porque sólo con un gesto me indicó que le siguiera.
Lo seguí, penetramos en uno de los ascensores y, resbalando el dedo entre varios botones pulsó con decisión el de la planta quinta. No había duda, pensé, es el mismo tipo del autobús. Al llegar, me hizo un gesto para que saliera: pregunte por ella y ya le indicarán, añadió. Suspiré con cierto alivio, sobre todo al comprobar que en el mostrador de recepción de la planta cinco había un reloj que marcaba las diez en punto.
Otra joven de blanco, que parecía con sus mechones rubios que caían bajo la cofia y los apaños multicolores la misma Ofelia, me dijo:
-Ahora no puede verla todavía, pero sígame, por favor.
-¿He llegado a tiempo, pues?, pregunté temblando.
-Por supuesto. Puntualmente.
-Y todo ha ido bien por lo que veo.
-Sí, todo ha ido bien. Muy bien.
Acaricié emocionado la cajita y seguí a la joven. Juntos atravesamos corredores interminables y franqueamos numerosas puertas hasta que, tras la última, aparecimos frente a una gran vitrina con una cortina que se abrió automáticamente a nuestra presencia:
-¿Ya está aquí? –pregunté.
-Sí, por supuesto, lo acaban de traer.
-Y… ¿cuál es? ¿Quién de todos es él?
-Aquél, el del nido 5.
Entonces saqué el muñequito que llevaba en la caja lo alcé y, con grandes lágrimas de emoción, grité:
-¡Marcos, Marcos!
Servando Gotor
16 de enero de 2012
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(1) "Tuve que correr a través de calles desconcidas". Comienza así un famoso cuento de Alfonso Reyes: La cena. También la referencia a unas campanadas que posteriormente veremos, así como el ambiente inicial del presente relato esta parcialmente tomado del cuento de Alfonso Reyes.
(2) El texto pertenece a La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares.
(3) Del Manifiesto comunista (Karl Marx y Friedrich Engels, 1848)
(4) "Recogí flores para él", canción de Ofelia en Hamlet (Shakespeare).
(5) Y entonces me dije:
esto puede ser el cielo
esto puede ser el infierno
Del tema "Hotel California" (Felder, Henley, Frey), perteneciente al álbum de Eagles de igual título (1976)
(1) "Tuve que correr a través de calles desconcidas". Comienza así un famoso cuento de Alfonso Reyes: La cena. También la referencia a unas campanadas que posteriormente veremos, así como el ambiente inicial del presente relato esta parcialmente tomado del cuento de Alfonso Reyes.
(2) El texto pertenece a La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares.
(3) Del Manifiesto comunista (Karl Marx y Friedrich Engels, 1848)
(4) "Recogí flores para él", canción de Ofelia en Hamlet (Shakespeare).
(5) Y entonces me dije:
esto puede ser el cielo
esto puede ser el infierno
Del tema "Hotel California" (Felder, Henley, Frey), perteneciente al álbum de Eagles de igual título (1976)
Bienvenido al mundo, Marcos
ResponderEliminarFelicidades abuelo.
Marcos ya te ha escrito tu abuelo un primer cuento
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Más deseos
Den Lille Ole med Paraplyen (danés)
El señorito Sueño con Paraguas
Den Lille Ole med paraplyen
El Señorito Sueño con paraguas
ham kender alle smàfolk i byen
amigo de Blancanieves y Cenicienta
hver lille pige, hver lille dreng
cuando tienes sueño, te toma de la mano
han genner skaelmsk i sin l`elle seng
y te lleva suavemente al país de las hadas .
Andersen, cuentos tradicionales infantiles.
Hadas,un hada madrina buena y potente para este niño.
isabel
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Muchas gracias, Isabel. Tomo nota, como siempre, de tus buenos y sabios consejos
ResponderEliminarSobre todo que tome Marcos buena nota de la desaparíción del reloj, porque a mí tambien me dsapareció un reloj en un autobús de Sevilla y no me lo había advertido mi abuelo.
ResponderEliminarNorabuena, Marcos, bienvenido a este singular mundo.
Antonio.