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SGS |
Ni una sola bombilla de colores iluminaba ya las instalaciones vacías. La luna llena parecía ser la única atracción abierta en toda la feria. Hacía horas que el último niño había cruzado la puerta de salida llevándose toda la ilusión. Ahora, las luces estaban apagadas y el embrujo azulado de la luna había convertido las alegres figuras del parque de atracciones en fantasmas. De pronto, una silueta contrahecha apareció bajo el túnel dentado de la Casa del Terror y se estiró como si despertara de un largo sueño. Miró a su alrededor y no vio a nadie. Lentamente, salió al exterior hasta quedar recortada por la suave luz nocturna y se dirigió con paso desgarbado hacia una papelera. Rebuscó entre la basura y se llevó a la boca los restos de palomitas y perritos calientes que encontró. Con el estómago lleno, eructó sin miedo a que alguien le pudiera escuchar. Después, balanceando su cuerpo deshilachado, la momia siguió caminando sin ninguna prisa hasta desaparecer entre las sombras de aquel campo santo infantil.
Al día siguiente, la ilusión se volvió a adueñar del parque de atracciones. Las luces se encendieron puntuales a su cita y todos los cachivaches empezaron sus testarudos recorridos sin final. También el trenecito de la Casa del Terror se puso en marcha sin que nadie se percatara de que a su paso por la última curva, un foco se activaba iluminando un rincón vacío. La momia no estaba en su sitio. Ya no regresaría a la Casa del Terror hasta el mismo día de su despedida. Mientras tanto, permaneció escondida en otras atracciones del parque viendo cómo la gente se divertía. Unas veces, se ocultaba en el Túnel de la Bruja y otras, deambulaba como un alma en pena por los pasillos oscuros del Palacio de las Trampas tropezándose con las familias confiadas, que si hubieran sabido lo cerca que habían estado de un monstruo de verdad, se habrían desmayado del susto.
La momia no se perdía detalle. Le maravillaba observar las caras de alegría de los padres y los hijos que visitaban el parque. Le maravillaba y, a la vez, le desconcertaba porque aquellos visitantes eran capaces de disfrutar con el miedo y el vértigo de algunas atracciones que a él mismo le hubieran acojonado. Sí, le maravillaba y le desconcertaba, pero, sobre todo, le afligía. Le afligía enormemente porque la felicidad ajena que desfila sin dejar rastro, no es buena, y a fuerza de ver siempre lo mismo, la momia empezó a engendrar un sentimiento de soledad tan grande que se le apoderó. Una noche entró en la Casa del Terror, llenó un petate con sus vendas limpias y saltó la tapia del parque de atracciones dispuesto a encontrar una familia.
Un administrador de fincas no puede abrir la puerta de su despacho así como así. Va contra la primera norma del folleto de autoprotección que nos envía cada año el Colegio de Administradores. Sin embargo, lo hice. Y de sopetón. Quería pillar al tontolaba que se había quedado dormido apretando el timbre, y me llevé un susto morrocotudo. Bajo el umbral, apareció un tipo vestido con harapos que avanzó hacia mí con los brazos extendidos preguntando si quería ser su familia. Me entró tal tembleque que si aquella criatura no me hubiera abrazado, me habría plegado como un muñeco. Pero me abrazó y permanecimos un buen rato apretados el uno contra el otro. Entonces, se produjo un fenómeno de difícil explicación. Sentí como una misteriosa conexión iba acompasando nuestros ritmos cardiacos hasta terminar palpitando como un solo corazón. En ese mismo momento, con los ojos inundados de lágrimas, la momia me llamó papá.
Lo sé, lo sé. Para mear y no echar gota. Sin embargo, tengo que reconocer que fue muy emocionante. Y todavía me faltaba por escuchar su historia. Comprobar el ingenuo deseo por conocer el cariño de un desgraciado que había estado encerrado en la fantástica mentira de un parque de atracciones me pareció tan tristemente poético que decidí ayudarle, como haría un buen padre de familia. Lo primero era encontrarle un hogar adecuado. Desde luego, solo imaginar la cara de espanto de mi mujer al verme entrar en casa con aquella momia inmadura llamándola mamá, me producía un escalofrío que para qué os quiero contar. En cuanto, a los amigos, si se pueden contar con los dedos de una mano y sobran dedos, no veía ninguna extremidad capaz de llevarse a mi criatura a su casa. En fin, parecía claro que el hogar natural de aquella momia de feria no podía ser otro que el parque de atracciones de donde escapó. El caso es que la momia no quería volver ni atada. Pensé que una terapia de choque le ayudaría a convencerse por ella misma. ¡El infierno me devorará mil veces por lo que hice! Meter en una reunión de vecinos a alguien que no ha salido en su vida de un parque de atracciones es una burrada supina. Tanto como ponerle la peli “Holocausto Caníbal” a un niño de cinco años. Pero ya no hay remedio. Mil veces es poco.
Nos sentamos en la mesa presidencial y esperamos la llegada de los vecinos. Poco a poco, la sala parroquial se fue ocupando y a las ocho en punto de la tarde, pasé lista y comenzamos la reunión. Habían acudido catorce tipos que exhibían el aspecto cafre de quien se divierte levantando vigas de hierro para doblarlas con los dientes. Tras presentar a la momia como un compañero de despacho que se había caído al tanque de las pirañas carnívoras del zoo, entramos en materia. El único punto del orden del día de la citación trataba sobre la posible reclamación judicial a un moroso de la comunidad. Afortunadamente, el mal pagador no apareció por allí porque sus convecinos le habrían sacado los ojos. Su deuda era tan elevada que había sido necesario emitir una derrama al resto de los propietarios para poder mantener los servicios básicos del edificio. Y para remate, tenían que soportar que con la pasta que no pagaba a la comunidad, se montara cada noche, unas fiestas del copón con un puñado de chavalas de revista. Mientras los propietarios asistentes debatían la propuesta, una viejecita entró tímidamente y se sentó en la última fila de la sala. Pensé que se habría confundido ya que el rezo del rosario se celebraba en la sala contigua. No quise interrumpir el desarrollo de la reunión. Ya se marcharía cuando se diera cuenta del error. En un momento del debate, todos callaron y uno de los mostrencos me preguntó qué otro camino teníamos para cobrar la deuda, aparte de la vía judicial. Ni siquiera a aquellos torpes se les escapaba que la reclamación judicial es lenta, cara, imprevisible, y muchas veces, injusta. Pero es la única opción para evitar las bofetadas, que yo sepa. Cuando en alguna otra reunión similar se planteaba esta pregunta, poniendo una sonrisa cómplice, siempre soltaba el misma comentario irónico: “¡Ah, sí! Hay una alternativa a la reclamación judicial que es infalible. Se coincide con el moroso en el ascensor y se le da un buen sustillo.” Esta observación ocasionaba las risas de los asistentes que, definitivamente, veían claro que el único camino civilizado para cobrar una deuda impagada era la refinada vía judicial. Sin embargo, en este caso, mi truco dialectico no funcionó y el silencio consiguiente me heló la sonrisa de la cara. Los brutos se miraron unos a otros con gesto de satisfacción. Habían escuchado lo que querían oír. Uno de ellos se puso de pie chasqueando los nudillos y arengó al resto: “¡¡Hagamos lo que nuestro Administrador dice!!”, y todos los bárbaros empezaron a aplaudir y a soltar alaridos. En ese momento, un grito furioso se escuchó por encima de todos los demás: “¡¡¡A muerte!!!”. ¡Jope! Había sido la abuela del fondo agitando un brazo amenazador que dejaba ver una calavera tatuada. Desde luego, la vieja estaba en la sala correcta porque aquello iba a acabar como el rosario de la aurora. El estallido de rabia contenida enloqueció a todos los vecinos. Algunas sillas volaron sobre nuestras cabezas y se estrellaron contra la pared provocando un enorme estrépito. La momia, acostumbrada a la felicidad perenne que siempre le rodeaba, empezó a temblar como un perrito abandonado y se escondió debajo de la mesa. Me puse de pie e intenté hacerme oír con todas mis fuerzas: “¡¡Por dios, escuchad!! ¡¡Todo era una broma, todo era una broma!!” Pero daba igual. Fue inútil. Ni me oían, ni me querían oír. “¡Nuestro Administrador ha hablado!”, gritaban una y otra vez. En plena algarada, los catorce energúmenos abandonaron la sala parroquial, liderados por la vieja de la calavera. Salían de safari. Aún pude escuchar una última voz alejarse por el pasillo de salida: “No esperemos más. Esta noche cuando baje la basura…” Después, se hizo el silencio que solo era roto por los sollozos de la momia que se estaba descosiendo con tanta tembladera.
Me desplomé en mi silla presidiendo una sala revuelta y vacía. Una chusma encolerizada la había desocupado para ir a destrozar a un tipo que, personalmente, no conocía de nada. Ya podía leer los titulares en la sección de sucesos del periódico del día siguiente: “Administrador sin escrúpulos instiga a los vecinos para que despanzurren a un moroso”. Estaba desesperado. En ese momento, entró el cura para cerrar la sala y me pareció la imagen celestial de un santo de cara borrosa. Necesitaba escuchar una palabra amable. Le cogí la mano con devoción: “Padre, haga algo. Van a destripar a una persona y me van a culpar de todo a mí”, le dije con la voz afónica. “Sí, sí, Te tendré presente en mis oraciones, hijo”, dijo sin ningún tipo de interés, y continuó: “A propósito, ¿quién me va a pagar las sillas rotas?”. No pude contestar. Solo pagué. Apesadumbrado, salí de la parroquia cargando a cuestas con mi momia traumatizada. Caminé calle abajo soportando el peso de la soledad sobre mis espaldas. Estaba seguro que aquellos eran mis primeros pasos como fugitivo en busca y captura.
Este trabajo es más bien facilón. Basta con poner cara de estreñido cada vez que te enfoca el punto de luz al paso de uno de los vagones. Es un poco repetitivo pero eso es lo de menos. Lo más importante es que dentro de la Casa del Terror nadie me va a encontrar. La momia me ha cedido su lugar sin pedir nada a cambio. Como un buen hijo.
Cuando las bombillas de colores se apagan, salgo cuidadosamente de mi escondite y me encamino hacia nuestro banco. Allí, siempre me está esperando la momia con una sonrisa. Envueltos por la mágica luz de la luna, le cuento otra de mis historias sobre el mundo exterior. Ella me escucha atentamente y después, me hace un montón de preguntas tan simples que, algunas veces, me cuesta encontrar una respuesta. Y así, las noches de verano van transcurriendo de una forma tan agradable y sosegada que me cuesta recordar mi vida anterior.
Esta noche, mi amigo me ha dicho que es completamente feliz en su hogar. No lo sabe, pero era cuanto esperaba escuchar. Se lo debía. Significa que mi tiempo en el parque de atracciones se ha agotado. Cuando nos levantemos de este banco, le daré un abrazo y desapareceré sin decir nada. Aun así, le acabo de prometer otra historia para mañana, y la tendrá. Será mi propia ausencia la que le enseñe la última lección que necesita para continuar su vida solo. Para entonces, yo ya habré saltado la tapia del recinto y me encontraré buscando otro refugio, muy lejos de aquí.
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