Zaragoza, 13 de mayo del 2005
Mi loca Carlota:
Acabo de releer tu carta. Sí, la última. La que me escribiste desde la espesa niebla de tus dudas, tras la ventana golpeada por la lluvia, desde la mesa camilla del brasero agonizante. La acabo de leer. No sé, quizá sea porque hoy, precisamente hoy, me siento desdichadamente solo. Desde luego, no por la absurda boda de mañana, que lo impregna todo, no. Quizá porque hoy he leído algo grande y cuando leo algo grande me arrugo como una babosa infeliz. Tal vez porque la primavera no parece primavera. No sé, ya te digo que no lo sé, pero mis manos han corrido urgentes a la vieja carpeta roja. Y al releerla, al releer tu última carta, siento que el esperma me abrasa, que los espermatozoides que yo creía muertos despiertan ardientes desde el núcleo mismo de mi yo material.
Y al releerla, las eternas dudas. Las mías, propiciadas por las tuyas. Sí, lo sé, lo sé. Moriré con ellas y ellas morirán conmigo, bien. Pero me atrapan y me agarran y se aferran a mi cuello como una pitón que me estrangula. Carlota, mi Carlota, dime, aclárame, por lo que más quieras, aclárame qué pasó la noche aquella, tras la representación de La cantante calva. Dime que es verdad, dime que no hubo nada. Júrame por nuestro hijo, por nuestro único hijo, muerto al caerse de un avión, que entre Atropina y tú, al quedaros solas tras la representación, en aquel mugriento café de barrio en el que os dejé devoradísimo por los celos, no pasó nada. Que vuestras caricias en el escenario carecían de sentimientos. Que de verdad, de verdad, de verdad, eran ficticias. Sí, ya lo sé, ya sé. Dos grandes actrices, sí. Pero nunca, nunca os vi interpretar nada tan real como aquella noche. Ni a ti ni a ella. Jamás. Y luego, luego, en el rancio café, sentí el crepitar de vuestras miradas. Tan fuerte, tan fuerte, mi querida Carlota, que hasta me salpicó. Fue tanto el dolor, tan aturdido me quedé, que tuve que irme y dejaros. Ya ves, la huida; la cobarde huida. En lugar de arrostrar el peligro, en lugar de apagar el fuego, lo excité. Dímelo, Carlota mía, dime que no, que no hubo nada entre Atropina y tú. Que aquella noche nada pasó. Y aclárame, aclárame de una vez para siempre qué quieres decir en tu carta cuando te refieres a las preocupaciones de la pobre Atropina. ¿Es que la has visto? ¿Es que os veis? ¿Qué hace Atropina en Manhattan? ¿Por qué te fuiste a Manhattan? Sí, ya sé, ya sé, por supuesto. El cursillo en el Actors Studio, sí. Pero qué hace allí Atropina. Por qué no me dijiste que ella iba también. No, no me lo dijiste, Carlota mía, no. No me lo dijiste. ¿Por qué? ¿Acaso alguien, menos aún Atropina, puede darte el fuego, el calor que yo te he dado? No, Atropina no tiene una lengua como la mía, que conoce tu sexo, los rincones más profundos de tu sexo, mejor que tus propios dedos, Carlota. No. Nadie, nadie te dará nunca lo que yo te doy, nadie te hará las cosas que yo te hago, las más abyectas, las más bruscas, las más encendidas. No, Carlota mía, no. Nadie, nadie estará dispuesto a todo lo que yo lo estoy por ti. Por lo que más quieras, escríbeme. Escríbeme y dime que no, dime que Atropina es sólo eso, una amiga, una compañera de trabajo. Nada más. Dímelo y ven, regresa pronto. Te necesito con urgencia, con turgencia. Y me arrepiento, de verdad que ahora me arrepiento, de haberte dejado ir sola. Debí acompañarte, tenías razón. Pero, ya sabes, ya conoces mis impulsos, mis arrebatos, mis celos. Sí, está claro. Tenías razón. Siempre tienes razón. Qué torpe soy, qué torpe. Incapaz de sujetar mis impulsos, mis celos. Pero soy así, Carlota, soy así, fogoso, apasionado. Bien lo sabes, bien lo sabes cuando estoy entre tus piernas, mi amor. Así soy y así me tienes que querer, cielo: ardiente.
Cuánto te hecho de menos, Carlota mía, cuánto. Me paso el día centrado en tu imagen. Y cuando recuerdo tu piel morena y tus pezones azulados, se me inflaman los testículos, se me hinchan de tal forma que asemejan la redondez de tus pechos. Y entro en un círculo vicioso. Mi cielo, hoy me he pasado dos horas y media, dos, tú lo sabes y podrás creerme, dos horas y media masturbándome. Casi sin descanso, corriéndome en tu boca. En tus labios. En tu sexo acogedor.
Ven pronto, Carlota, ven cuanto antes. Y, mientras, me escribes. Sí, escríbeme o mejor, si te es posible, llámame. Llámame y déjame un teléfono de contacto, por lo que más quieras, vida mía.
Te quiero.
Tu joven Wherter
Narciso de Alfonso
Servando Gotor
El guacamayo azul
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