Que también se van al cielo todos los bizquitos buenos. Toda la crueldad en la que a veces se resuelve la vida se encuentra en esta fotografía. Uno de los días más felices de esta niña que se nos muestra revestida de pureza, una virgencita aldeana, ese rito de paso que representa la primera comunión, que la llevará a la adolescencia dejando atrás la despreocupada niñez, y en el que se une el júbilo que proporciona el fervor religioso de los humildes, momento grato para ella y su familia íntima, se encuentra oscurecido por el defecto físico de la niña. Precisamente en ese glorioso día para muchos infantes, todavía se haría más patente toda la amargura del rechazo social al defectuoso, todo el desprecio que sospechamos que esa niña estaría soportando y, señaladamente, los insultos y pullas de sus compañeros, con esa maldad irresponsable de la infancia, que la hace más brutal. Todo por un pequeño defecto que la hace aparecer imperfecta, cebándose en ella, débil y vulnerable, esa ley eterna de la eliminación o, al menos, el aislamiento, que practica la naturaleza con el diferente, el mutante.
Sin embargo, otra vez, la caprichosa realidad se burla de nosotros desmintiendo las apariencias, pues en este caso, afortunadamente, no solo contamos con una muda instantánea, sino que conocemos la historia, la cuenta el propio fotógrafo, Ricard Terré, al que ya conocemos. La realidad se complace, ahora, en relatarnos un cuento blanco para niños ingenuos. Escuchemos: nos dice Terré que una vez tirada la placa, estuvo tentado de destruirla, pero pensó: en realidad se trata de un angelito, no es una crueldad lo que representa, sino un motivo de alegría. Tiempo más tarde, contemplando la foto un cirujano le corroboró su pensamiento, también él cría que se traba de la imagen de un ángel y le dijo que si hallaba a la chica, él se comprometía a operarla gratis. Vemos a Terré, como paje de leyenda buscando a la Cenicienta, sacando copias y repartiéndolas en la zona en la que hizo la fotografía, hasta que localizó a la joven, que tras operada con éxito, fue la muchacha feliz que siempre habría tenido que ser. “Colorín, colorau, cuentico contau por la chimenera se va al tejau”, como decían las abuelas.
Antonio Envid
y del tejau a la calle pa que no lo sepa nadie.
ResponderEliminarHe visto la exposición... y esa foto en especial, es fantástica!
ResponderEliminarLa Conchaparis