domingo, 24 de febrero de 2013

ANOCHECER EN LISBOA (Antonio Envid)


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Amalia entornaba sus grandes ojos cuando la niebla atlántica iba apoderándose del miradouro de Santa Luzia en uno de esos atardeceres lisboetas preñados de tristura, mientras el sol se desangraba sin gloria en bermellones desleídos por la humedad del cercano mar. Los aires traían ecos de los cánticos de marineros perdidos por tabernas que se plañían, borrachos de nostalgia, de no poder volver ya nunca, y la tarde se despedía arrastrándose por los sucios azulejos de las fachadas. Todo parecía haberse perdido irremediablemente. 

Sus ojos se volvían soñadores en aquellos momentos y podía contemplarse en su fondo la selva primigenia de su africana cuna por donde desfilaba toda una dinastía de reyes y princesas manicongos mezclados con mercaderes de esclavos y plantadores de todas las razas europeas. De esa mezcolanza había surgido ella, de porte altivo, de hermosas proporciones y dorada piel de bronce. Hermoso bronce de Benín.

Era el momento de cortarse las venas con una navajita de plata y que la sangre fluyera mansa diluida en la niebla, o, de huir desaladamente. Elegimos esto último cogiendo al agotado tranvía, enfermo de su infinito bucle, al aminorar la marcha en la cuesta de San Joao da Praça, cuando ya las sombras amenazaban con exterminarnos en su anonimato. Alterada la respiración por la excitación de la huida, sus turgentes pechos se agitaban mansamente, rítmicos y deseables.

Caminaba Pessoa con paso de autómata, aunque razonablemente firme, habida cuenta de que ya se agitaba en su interior un caneco de ginebra, hacia A Brasileira, donde daría fin al día con un poema y una última botella. Pasó a nuestro lado sin vernos guiado por la pajarita anidada en el cuello duro de la camisa. Por las estrechas y tristes callejas del Chiado, arrimados a las pobres paredes, nos besamos sin pasión, pues nuestros corazones ya no albergaban energía alguna, en nuestro peregrinaje hacia el Barrio Alto, donde agonizaríamos entre fados trágicos de amores desgarrados y el llanto de la viola, embargados por nostalgias de existencias no vividas, y el fatalismo de nuestros pobres destinos. Todos temos nosso fado.



Antonio Envid Miñana


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