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Al Duque de Palma le está costando cada vez más tragar saliva, que ya se sabe que uno de los efectos del miedo es quedarse con la boca seca, quizá porque el miedo actúa secando, resecando, dejando el botijo del cuerpo físico sin el agua fresca del vivir. El miedo, que tiene sorna, utiliza los canalillos del sistema simpático para exprimir a su víctima, que tiene que holgarse el cuello de la camisa a tirones del dedo índice, gesto feo y sin efecto si la víctima sabe vestir y lleva ajustado al cuello el cuello de la camisa y al cuello de la camisa el nudo de la corbata, que a estas alturas debe ser necesariamente de acaudalada seda.
En sus días de vino y rosas, el Duque de Palma fue un buen jugador de balonmano, que es una variante extensa del pingpong, pero con porterías y más gente. Sólo después comenzó a utilizar la cabeza por dentro, por el lado en el que están las hermosísimas neuronas, que siempre esperan una idea, una inspiración, un pálpito, para ponerse a currar en la penumbra silenciosa del cráneo, del gerolo, que es donde para el noûs, el intelecto griego, aristotélico, que tiene a pan y vino –como Marcelino- a las hermosísimas neuronas azules, y las hace funcionar a destajo, enviándose sin cansancio ni descanso mensajitos de amor o de números, que vienen a ser como los twits pero de gente sin estudios.
Por entonces, el Duque de Palma le vio el color al dinero grande, ese color que es insospechable desde el dinero pequeño, y al principio se quedó, al parecer, discretamente fascinado, como quien dice ‘ahivá’, pasando en poco tiempo a la discreta fijación –fascinada-, como quien dice ‘ahivá, ahivá’, y desembocando, en cuestión de semanas, en una fascinada alucinación, como quien ya no puede decir nada pero alucina en los colores financieros del dinero enorme, esos colores que son insospechables desde el dinero solamente grande.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, III
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