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La Infanta Cristina ya no sube las escaleras tan deprisa como solía hacerlo. Su alma, su ser, su cosa, tiene tal vez un tono triste, como cuando un teléfono suena en una habitación vacía, en una casa vacía, interminable, infinitamente, y nadie lo coge, y nadie contesta. Necesita recolocarse sus vértebras de amor y volverse a bautizar con un pronombre inmenso.
Su actualidad está como partida en dos con la libertad en medio, como cuando el caudal del cabello se divide para hacer una trenza. Se dice que nuestras huellas dactilares no se borran nunca, nunca, de las vidas que tocamos, así que uno, de entrada, prefiere hacer en la vida de los demás, de los otros, unas cosquillas fraternales, una caricia de humanidad, algo cordial y sin cañones. Alguien, seguramente un poeta, dijo que se extiende por todas partes la tierra baldía: desdichado de aquel que la lleve en su interior.
Sincronizando: el tiempo es lo que hace que no pasen todas las cosas a la vez, incluso lo que hace que no pasen siempre todas las cosas. Tal vez la Infanta necesite esa marcha que tiene que ser más rápida que las causas y los efectos, que se parece más bien a una sorprendente espontaneidad, que no corrige porque no tiene tiempo y que utiliza incluso el error como fuente de energía. Lo que, dicho así, parece un asunto atómico, pero sólo es otra manera de decir aquello de que el ser humano puede escapar, de pronto, a cualquier medida, y ser infinito.
En súmula: no sabemos si está vestida para desaparecer o para reaparecer; no sabemos si está hecha de una sustancia destilada en los variados aprietos y dificultades de la vida y del mundo, de esos sufrimientos como caballos que llegan a sacar humo de la tierra, o si está hecha, sin en cambio, de una sustancia escurrida de algo que le dijeron una vez que tal vez existe y que a veces es bueno.
Narciso de Alfonso,
El Merodeador, III
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