El lema de los sindicales, de cuyos nombres prefiero no acordarme, era escueto y hermoso: ‘por entre mis dientes salgo humeando’. Después, el corazón se les ha hecho barato, baratísimo, y el alma gorda, y se les ha ido agachando, cansada, a veces torcida y tirada: el alma, que ya está a punto de caerles entre los faldones del intestino, amodorrada y granate de ojeras, irrecuperable para cualquier eficacia.
Uno, que ha oído hablar de cierta geometría de los sindicatos -verticales, horizontales, paralelos, oblicuos-, supone que ahora son sindicatos tumbados, sin más, o, con más, tumbados a la bartola, con un adorno de filigranas en espiral que siempre lleva al mismo centro único en el que sólo dice ‘yo’. Es duro: siempre esperando a que su cuerpo se canse de tanto descansar.
Tienen una somnolencia constante, rara, como si no empezaran –ni acabaran- de entender, de enterarse, o como si su muerto –ya morado- quisiera llegar a los sitios antes que ellos, y anduvieran a codazos para ponerse los primeros, por delante de su muerto modorro.
Se les podría aplicar el comentario de Hill a la ley del tiempo perdido mientras se pierde el tiempo, que dice escuetamente: no va a andar. Con todo, uno cree que los sindicales son hombres satisfechos, sobre todo porque la satisfacción está constituida por esos huecos cerebrales sin historia –lo dijo el poeta- y uno se pregunta si no estarán todo el día de todos los días haciendo sitio en su gerolo para esos huecos cerebrales sin historia, o quizá regándolos, esponjándolos para que les crezca más deprisa la satisfacción.
Los sindicales suelen estar uniformes, igualaditos del color sepia de las fotos viejas, y quietos quietos, como dentro de un gas ilimitado, porque ya no se acuerdan de las posibilidades del movimiento, pero aún se ponen las botas de corsario para hacer la segunda siesta, la de las cinco, que es la más reparadora.
Ellos ya ignoran, ya no quieren ver –para qué- ninguna forma de sufrimiento: ni las flores secas y negras, ni a los hombres cerrados y encerrados como bodegas, ni los pájaros que se arrastran por el suelo y sangran por el pico como vegetales.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, III
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