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-‘¿Qué les importan a ellos las balas, si el fusil está humeando ya en su olor?’ –dijo el poeta, quizá de los banqueros, que son unos tipos que, en vez de tener una vida, tienen un invierno recosido, incrustado en la piel.
Como simples sacerdotes –a sueldo- del dinero, se sienten –y lo son- completamente casuales, prescindibles, innecesarios, de manera que se limitan a poner algún orden entre las gallinas y los pollos.
Mantener relaciones íntimas con el dinero todos los días no puede ser bueno, por muy enamorados que estén de los billetes púrpura: a todas horas en la penumbra sucia y polvorienta de la caja fuerte, a calzón quitado, forzando la postura para meterse en el ángulo muerto de la cámara de seguridad, con la amenaza de todos los males venéreos que conlleva el trato mucoso, directo y repetido con el más promiscuo de todos los seres, que no por capricho tiene el nombre de Mamón.
El dinero los observa, observa todas las transacciones, vigila a todos sus sacerdotes y los capta del todo en su enorme cabeza trituradora, manteniéndolos entre sus dientes para la transformación. Cómo recuperar después su voluntad deforme, que ha adquirido un carácter extraño y prestado y que habita en ellos como una fría indiferencia, como una larga inhumanidad.
Y su mirada tiene también una determinación helada, sin dudas, sin ablandamientos, sin vacilaciones: como hijos puros y sintéticos del rigor, con el alma derramada o ausente, con los pies sucios, sin bombones y amargos de piel, cautivos de sí mismos, desahuciando sin cansancio ni descanso, interminablemente.
Los banqueros son sólo asuntos residuales, prescindibles, oscuros: para qué tantas sucursales de la muerte, para qué tanto empleadillo entre cristalones, para qué tanto azul marino de chaqueta. ¿Son como vacas rumiando hasta que les llegue la hora de ir al matadero o simplemente no dicen nada, mientras planean la huida, mientras preparan la gran evasión?
Claro que aún podrían reempaquetar su sistema mental de neuronitas monas antes de seguir adelante, cuando aún es tiempo: cuando todavía no hay nadie en su tumba.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, III
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