No era un pato patoso. No era zancudo ni patizambo. Su plumaje, como el arco iris: limpio y brillante. Su cuello: un faro de nieve. Lo llamábamos Urano como al dios del mismo nombre. Y es que en aquellos fervorosos y nostalgiados idus de cruzadas hipostáticas, el pato por su belleza y blancura se parecía al mismo Caelus antes de ser castrado por su hijo Saturno.
Aunque eso sí, daba lástima ver andar al desterrado ánade como una vieja de
caderas soldadas por los retorcidos senderos de ortigas y gallináceas que
rodeaban nuestra casa. El esbelto palmípedo no había nacido para patear entre
surcos de berzas y cebollinos. O al menos eso pensaba él que aún se creía el
dueño de la bóveda del Universo y también del Tiempo.
Daba gusto verlo volar. En el aire se transformaba cual joven dama vestida
de novia, como engalanado doncel sobre lomo hercúleo; y sus alas, refulgentes
como el hielo, parecían los trece anillos del séptimo planeta. Cada tarde
Urano elevaba sus alas y se dirigía a los sotos del río. Volvía ya de
noche, reluciente y aseado. Sus plumas olían a peces y juncos.
Mis hijos, pensando tal vez que el pato se cansara de nuestra ordinariez y
pobreza, le pusieron en el cuello un collar de caracoles de nácar para poder
distinguirlo en caso de que el pato se fuera o se perdiera.
Vivió con nosotros todo un invierno. Una mañana, cansado de su caminar
rastrero por los barrizales de nuestra huerta, desplegó sus alas bañadas por el
sol matutino del levante y voló más allá de la última montaña.
Y no volví a verlo más. Hasta ayer, que al llegar a mi casa, me encontré
dentro de la caseta de la perra el collar de caracoles de nácar tirado en el
suelo; y sentí en mis entrañas una impotencia y un desgarro tan grande como
aquel día del Tiempo en que el cielo y la tierra se separaron para siempre.
Luego mis hijos me dijeron que la perra parió un cachorro a quien llamaron
Afrodita; pero ya no fue lo mismo.
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