miércoles, 7 de diciembre de 2011

UNA GALLINA CON CRESTA ROJA EN LA CALLE DE DON CARLOS CLEMENTE-CANELLAS Y CASTRO DE CARCAVILLA, ILUSTRE NOTARIO QUE LO FUE DE LA CIUDAD, ADEMÁS DE DECANO DEL COLEGIO Y SECRETARIO DEL CASINO (Servando Gotor)

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Vivo en la calle don Carlos. Su nombre completo es "Calle de don Carlos Clemente-Canellas y Castro de Carcavilla", ilustre notario que lo fue de la ciudad, además de Decano del Colegio y Secretario del Casino. Los vecinos somos gente urbana, incapaces de distinguir un chopo de un pino. Tanto es así que cuentan que un lunes primaveral, de hace muchos años,  nadie fue a trabajar porque nadie se atrevió a salir de casa.  

Algo raro pasaba por la calle o en la calle.
 
La primera en intentarlo fue una tal Manolita, que vivía encima de  La casa de las bombillas, antes de que las bombillas y La casa de las bombillas existieran. Era la más madrugadora porque trabajaba en una fábrica de jabones de las Tenerías, donde la jornada daba comienzo a las cinco de la mañana. Como de costumbre, antes de salir a la calle, se detuvo en el vano de la puerta y se santiguó. Pero algo extraño debió ver aquella mañana porque aun no había pisado la acera cuando de un salto veloz se introdujo de nuevo en el patio. Escasos segundos después se asomaba al balcón para comprobar si era cierto lo que le había parecido ver.

Y lo era. Había algo así como una gallina ¡malrevoloteando por la calle! Pudo comprobar cómo el animal, porque de eso, de que era un animal, no había duda, iba perdido de un lado a otro, con movimientos espasmódicos, crispados y convulsivos. Irritantes, en todo caso. Lo examinó con miedo y curiosidad. Y, sobre todo, le llamó la atención la cresta. Aquella especie de gorrito encarnado y de picos que adornaba su monstruosa cabeza, dotándole de cierto aire impío y carnavalesco.

No había duda, era una gallina.

Lo que Manolita ignoraba era el color rojo tan vivo de las crestas.

En cualquier caso no se atrevió a bajar. Siguió apostada en la ventana, observando al animal y al vecindario. Pero la calle seguía vacía. El sereno había desaparecido a las cuatro y media y el resto de los vecinos se levantaban más tarde.

Dicen que Manolita estaba a punto de quedarse dormida, apoyada en la barandilla del balcón, pero que un ruido lo impidió. Fue un portazo en la casa de enfrente, el de la pensión de las hermanas Blázquez, muy jóvenes por entonces. Serían las seis menos cuarto y salía a trabajar Bonifacio Guillén, un tranviario que vivía en la pensión. La gallina seguía perdida por el tramo de la calle, pero no se atrevía a abandonarlo. Manolita observó con atención a Bonifacio. Según lo que ocurriera, aprovecharía para lanzarse rápidamente a la calle y salir corriendo a su trabajo. Bonifacio dio dos pasos. Pero ni la gallina ni él se percataron de sus recíprocas presencias, hasta que sin querer tropezaron los dos. Frente a frente, cara a cara, ojos como platos frente a ojos como platos.  Y la gallina de repente comenzó a cacarear y a aletear con estrépito como una loca, apoderándose el pánico del pobre tranviario que se agazapó en el resquicio del umbral de las bombillas, enfrente de la pensión. Manolita asomó la cabeza justo hacia abajo, pero sólo pudo ver las nerviosas manos de Bonifacio
, tan crispadas como los movimientos del gallináceo, con un manojo de llaves que sonaban como la campanilla del monaguillo cuando don Alejandro, el cura, un Alejandro joven y gallardo por aquel entonces, levantaba el cáliz con la Sangre de Cristo. La gallina hizo lo propio: se acurrucó también, pero en la puerta de la pensión. A Bonifacio sólo le quedaba esperar. Esperar a ver si el monstruo aquél se quedaba ahí quieto, sin atacar, y si, mientras, aparecía alguien para socorrerle. En ese momento Manolita comenzó a gritar. Y la gallina se asustó.

-SSSshhhhhh... SSSshhhh... No grite señorita, no grite - le dijo Bonifacio mirando hacia arriba -. Asustará a esta bestia y será peor. Calle, calle y pida ayuda, por el amor de Dios.
- ¿A quién...?
- ¿Tiene teléfono...?
- No.
- ¿Y algún vecino suyo...? ¿Tiene teléfono algún vecino?
- En esta casa sólo vivimos yo y la señá Paca... Si no tengo teléfono yo... ¡Ya me dirá usted la señá Paca!
- De mucha ayuda me va a servir a mí la señá Paca ésa si no tiene teléfono... Nada, seguiré aquí, quieto. Pero, por favor no grite ¿eh? Sea buena y no grite, por favor.

Pasaron unos pocos minutos y llegó lo más atroz. Amaneció y la gallina, que resultó ser gallo, se puso cacarear histéricamente. Y Bonifacio empezó a gritar neurótico, enajenado, como no la había hecho en  ni en los peores momentos de su vida, cuando el bombardeo de la ciudad en la Guerra Civil. A su grito se sumó el de Manolita que creía asistir impotente a la brutal muerte de un triste tranviario en manos, mejor dicho, "en pico", de una bestia.

A los tres sonidos guturales, el del tranviario, el de la jabonera y el de la gallina, se unieron los del voltear de las campanas de la torre de Santa Rita que marcaba las seis de la mañana. La gallina se asustó y volvió a malrevolotear por la calle. Bonifacio pensó que el animal había decidido embestirle y acabar con él de una vez por todas y abatido se dejo caer sentado en el suelo, lívido y con la mirada perdida. En ese momento salió otro vecino de una casa cercana: Marcos. Señorito. Empleado de banca. Pero éste se percató enseguida del animal y tuvo la habilidad y frialdad necesaria para retroceder de inmediato hacia el portal de su casa, tal y como lo hiciera Manolita hora y media antes. Al poco rato, se asomaba a la ventana de su casa y, junto con Manolita, fueron dando ánimos al pobre tranviario, ya que otra cosa no podían hacer. Porque Marcos, sí, muy señorito y con mucha fachada, pero... tampoco tenía teléfono.

- Claro, claro - decía Manolita -. Si esto hubiá ocurrido en la calle San Valero, ya estaría arregláo porque allí tós tienen telefono.

Pero Marcos que, aunque carecía de telefono, le sobraba amor propio y algo más, añadió en un tono un tanto chulesco:

- ¡TE-LÉ-FO-NO, señórita, se dice TE-LÉ-FO-NO... No: te-le-fó-no. Y que conste que yo no tengo porque no le veo utilidad...
- Sí, no le verá utilidaz, pero fíjese ustez lo bien que nos vendría ahora.
- Para qué, señorita, para qué.  ¿A quién podríamos llamar? ¿Eh? ¿Quién podría arreglar ésto?

Y Manolita se quedó en suspenso... Pos es verdad, pensó, el chulín éste tenía razón. ¿Quién podría arreglar esto? ¿A quién podrían pedir auxilio? Pero su mente volaba con tanta rapidez como el movimento convulsivo de las alas del gallináceo:

- ¡Otra...! Pos a un torero. A un matador... ¿a quién si no?

Y el banquero sonreía con aire de desprecio:

- Otra que te pego, con que a un torero, ¿eh? ¡A un torero, no te fastidia... ¡Pero hombre por favor, es que no ve que vuela! Sí, vuela, el monstruo ese vuela.  Pega un salto sobre el capote y ¡zas! a la cabeza el maestro. ¡No hombre, no! Los toreros saben lidiar toros, no bestias de estas que vuelan y todo. ¡Por favor!




Dicho esto cruzó los brazos y giró la cabeza en un último y más despectivo tono:
- ¡Mujeres...!

Manolita, contrariada, se limitó a replicarle atusándose coquetamente el peinado.

Y Bonifacio, recuperada un tanto la color, seguía la conversación, con angustia. Y asentía con pánico, porque la triste realidad era esa: ¿quién, cómo podría arreglarse todo ésto? Hasta que a él mismo se le encendió una luz, que para eso estaba agazapado en la casa de las bombillas y, además, siempre había oído que la necesidad agudiza el ingenio y estaba claro que, en aquella situación, él y sólo él era el más necesitado. Entonces se atrevió a decir, más bien a susurrar, tembloroso y bajito, no fuera cosa que la bestia aquella se alterara e intentar arremeter de nuevo contra él:

- La Policía... - musitó.
- ¿Cómo dice...? - Preguntó en igual tono sigiloso el empleado de banca.
- Digo... que la policía... -prosiguió el tranviario, bajito-.  No sé...  La policía tiene... tiene armas... Está preparada... -de reojo miraba al animal por si se mosqueaba-. Incluso, qué se yo... los bomberos... Sí, los bomberos.  Quizá ellos podrían acabar con el animal éste.

Cuentan que la escena se fue repitiendo una vez, dos, tres, diez veces... Decenas de veces. En la calle de don Carlos Clemente-Canellas y Castro de Carcavilla, Ilustre Notario que lo fue de la ciudad, además de Decano del Colegio y Secretario del Casino, y que vulgarmente se conoce simplemente como la calle don Carlos, cuentan que aquel lunes por la mañana, se abrían los portones de las casas y se cerraban rápidamente. Y que luego, de inmediato, las cabezas en las ventanas o la gente en los balcones se multiplicaban. Y que el morbo crecía y los comentarios discurrían por dos vertientes:  por un lado, principalmente, solidarizarse con el pobre tranviario. Por otro, "¿te has fijado en el gorrito rojo?" "Sí, eso es la cresta.  Se llama cresta".

Y cuentan, por fin, que los bomberos recibieron una llamada y, como estaban en una bocacalle de la de don Carlos, se presentaron en un abrir y cerrar de ojos con los equipos más sofisticados con que contaban.  
Pero el problema no se resolvió. Los bomberos eran todos del barrio y tan de ciudad como todo hijo de vecino. Así que, cuando vieron a la gallina - mejor dicho, al gallo -, cuando examinaron la situación, reconocieron que se trataba de un problema que no era de su competencia.
Pos a mi me paice que se han cagáo. - Se oyó a uno desde un balcón.

El jefe de la patrulla, acostumbrado a cosas por el estilo, hizo oídos sordos y ordenó la retirada, no sin antes comentar a sus subalternos:

- ¿Os habéis fijado en la cresta? Es roja.

Y el pobre Bonifacio, seguía allí, atemorizado, roto, con la respiración contenida. Aunque ahora, ya, resignado a la muerte. A un fatídico final. Pero cuando la expedición de los bomberos iniciaba su retirada, Manolita, la propia Manolita, tuvo la idea que había de dar con la solución de aquel terrible problema. Y con orgullo, mirando por encima del hombro al chuleta de Marcos, el empleado de banca, lo expuso:

- ¡El Salvador! - Alguno entendió que se refería al Mesías, pero no. - El Salvador, el mangurrino. ¡El de Santa Rita! El mendigo... Ese sí que es de pueblo, si lo sabré yo... De un pueblo de la rivera.
- Sí es verdad - añadió otro vecino -, ¿cómo no se nos había ocurrido.  Además... Además ¡come palomas!
- Sí, ¡cómo no habíamos caído! - aseveró una vecina, la cabeza colmada de rulos, desde una ventana lejana.       

Y las adhesiones se fueron multiplicando.

Fue entonces cuando el Jefe de Bomberos, cuya valentía había quedado un poco en entredicho, sacó pecho y recuperó la figura:
- Sí, cierto, ¡el Salvador! Es verdad:  es de pueblo y come palomas. -Desde el pescante, de pie en el coche, alzo los brazos, tranquilizando al personal. - No se mueva nadie, no salgan. Lo traeremos aquí de inmediato. ¡En un periquete!

Tras un eterno cuarto de hora, Salvador fue recibido con toda la gente en las ventanas y los balcones. En aroma de multitudes -recuerda todavía hoy el viejo Marcos-. Como un héroe. Venía en el propio coche de bomberos. De pie. Aplaudido por todos. Con los brazos en alto. Como Ben-Hur cuando ganó las carreras de cuádrigas -contaba años después Manolita-. Junto al Jefe de la expedición. Un Salvador joven aún, apuesto y con la dentadura todavía completa.

Pero hubo un mutismo cuando el Salvador y la fiera se encontraron, cara a cara, frente a frente, ojos como platos frente a ojos como platos.   Silencio. Suspenso. Marcos miró con severidad al Jefe de Bomberos.  La incertidumbre se alargó por unos instantes. A Bonifacio, el tranviario, lo invadió un sudor frío. El Salvador, serio, circunspecto, miró a la bestia y miró al Jefe de Bomberos. Y repetió la acción a la inversa: miró al Jefe de Bomberos y miró a la bestia. Y así hasta tres veces. Hasta que, de repente, soltó una de sus sonoras carcajadas:

- ¡Pio si es un mierdica gallo!

El Jefe de bomberos lo examinó extrañado. No supo si reír o llorar. Lo mismo le paso a todos los vecinos. Hasta que las risas nerviosas y contagiosas se fueron incrementando y el propio Jefe de bomberos, que nunca se había sentido tan ridículo, esbozó una risita que más pareció una mueca de vergüenza para desaparecer del mundo.

El Salvador saltó al empedrado y las risas desaparecieron en un soplo. El silencio volvió a inundar la calle. Algunas mujeres se llevaron las manos a la cabeza asustadas. Se oyeron varios "uyyyysss". Pero el Salvador se tiró contra el animal. Y en ese momento la bestia parecía él. Mas, ¡ay!, el gallo se escapó. Se dirigió corriendo hacia Bonifacio. Y un grito, más bien alarido, colectivo, inhumano y asexual se apoderó de toda la calle. Bonifacio recuperó la lividez de la envestida anterior. El pobre animal, cuando en su escapatoria vio que iba hacia el tranviario corrigió la trayectoria y siguió malrevoloteando y cacareando por toda la calle. El pánico general podía masticarse.  Salvador corrió tras él y se lanzó en un segundo intento. Pero nada, el gallo volvió a escaparse.  

 - A la tercera va la vencida. - Grito el Salvador como un salvaje, haciéndose definitivamente con el pobre animal.
Suspiró todo el mundo. Hubo un nuevo silencio, y de nuevo el alarido colectivo y asexual, se apoderó de los sonidos de la ciudad: ¡El muy bestia le estaba arrancando la cabeza! ¡¡La estaba decapitando!! Entonces la gente comenzó a increparle.

- Animal ¿qué haces? - le dijo uno a Salvador - Suéltala. ¡Sueltalá!
- So mierdas que queréis ¿qué le dé panizo? - Contestó el Salvador.
- ¡Bestia! - grito otro tapándose los ojos.
- ¿Qué pasa? - se defendió Salvador - En mi pueblo las matan así.
- ¡Que la sueltes, salvaje! - volvió a gritar otro.

Y el Salvador, asustado, por la ira de la masa liberó al animal que empezó a correr ¡sin cabeza! Manolita ya no pudo más. Se desmayó. Marcos se tapó los ojos y Bonifació volvió a ver a la bestia de nuevo contra él, pero esta vez sin cabeza. ¡Imposible! ¡Aquello sí que era un monstruo...! ¡Un terrible monstruo...!

La gente volvió a requerir la ayuda de el Salvador. Y, definitivamente, se hizo con el gallo, ya prácticamente muerto. Bajaron todos a la calle y contemplaron a la bestia. En especial miraron la cresta. Algún atrevido hasta la tocó con sus propias manos. A mediodía todo el mundo fue a la plaza para ver cómo el Salvador hacía un rancho para toda la parroquia, allí en medio, en público, y luego se lo comíeron.

Dicen que cuando la calle de Don Carlos Clamente-Canellas y Castro de Carcavilla, Ilustre Notario que lo fue de la Ciudad, además de Decano del Colegio y Secretario del Casino, vulgarmente conocida como calle don Carlos, volvió a la normalidad, un Bonifacio ya recuperado de aquel susto, no paraba de repetir a todos:  

- Os habéis fijao en la cresta ¡Era roja!




 Servando Gotor
25/05/1997



2 comentarios:

  1. ... y fue a partir de entonces que la Calle de don Carlos Clemente-Canellas y Castro de Carcavilla vino a llamarse por el derecho que le confirió su propia hazaña la Gran Avenida de Salvador el Mangurrino. Y en cuanto a lo de la cresta roja de la gallina en prendas, sin comentarios, pues el que comenta en asuntos de historia pugilística es daltónico por vocación.

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  2. Buena coda, Juan. Gracias por tu atención.

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