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Diez
de la mañana en El Viejo Mandril, a mitad de Conde Aranda. Cuando el gato siamés
empieza a exhibir el comienzo de su hermoso culo allá en las alturas, Orrios
Víamonte atiende las mesas como puede. Aunque en la cocina dice siempre que está
harto de las conversaciones de los clientes, nunca desconecta el oido. ‘Anda,
que menudo rollo se llevan los de la cinco’, le dice a Gertrudis, que está en la
barra haciendo cafés.
- A ver, Gertru, tres cortados, dos expres y
cuatro con leche, para la diez.
- ¿Con churros?
- Si no te digo
nada es que es sin churros, Gertru, que pareces nueva.
- Oído, oído.
- Pues arreando, que el trabajo se acumula.
Y Orrios
Viamonte, al que muchos, y especialmente Murdoc, identifican con el Viejo
Mandril por su aspecto de chimpancé, espera en la zona reservada de la barra
intentando quitarse con la punta de la lengua un trocito de jamón incrustado en
la muela careada. De vez en cuando succiona con chirriante destreza. La culpa,
de la croqueta de jamón que se ha comido a escondidas a las nueve. Todas las
mañanas, la primera croqueta es para él, calentita, recién hecha. Y todas las
mañanas, hasta las once, se hurga con la lengua esa maldita muela careada, hasta
que al final tiene que recurrir a un palillo tapándose media cara con la mano
izquierda, para que los clientes no adviertan lo que él supone una grosera
maniobra. Vano intento, porque después de llevar una hora y media con la lengua
dale que te pego, desfigurándose constantemente la carita de macaco, a ningúno
de los clientes le han pasado desapercibidas las groseras maniobras bucales de
Orrios para deshacerse del trocito de jamón encajado en la muela careada.
- A ver, para la seis, las de los leones esos: un cortado descafeinado,
un con leche doble y un curasán, Gertru.
- Marchando.
- Ah, y el
con leche doble y con tres de azucar.
- Oído.
Para las
anónimas multitudes que pueblan la isla, a veces la vida es hermosa, pero vacía
y frígida como una puta estirada y cara; otras veces es horrible, terrible,
insoportable, pero cachonda y cálida como una puta napolitana. Otras veces, las
más, ni fú ni fá, es como una puta cualquiera, que folla por cumplir mientras
piensa en poner una peluquería. Y ahí está la pareja de la cinco, a quien Orrios
Viamonte no le quita oreja.
- Esmeralda, eres más fea que la ostia. Eres
tan fea que pareces imposible, irreal.
- ¿Ya empezamos, Oriol?
-
Perdona, ya sabes que casi nunca pienso en eso, pero si de pronto caigo en la
cuenta de lo feísima que eres, no me lo acabo de creer, por más que te mire y te
remire no puedo convencerme de que seas realmente tan fea, cielo mío.
-
Pues no soy tan tan fea, Oriol. Ya sabes lo que se dice: no hay mujer fea, sino
de una belleza extraña.
- Ya, Esme, pero es que tú eres fea de cojones.
Tu belleza es tan tan extraña que se parece demasiado a la fealdad, a la pura y
descarnada fealdad. Y sabes que te quiero, prenda, que una cosa no quita la
otra.
- Pues en mi pueblo fui la tercera dama de honor para las fiestas
de San Celemín, a los quince años.
- No nos engañemos, Esme, cariño, en
tu pueblo sólo había cuatro muchachas: la reina y tres damas, me temo que no
podían elegir. Y no quiero ser cruel contigo, cari, pero no saliste en ninguna
foto, ni en la del programa de fiestas, que en eso fueron unos groseros, hay que
admitirlo. Si hasta la comisión de fiestas propuso que ese año sólo hubiera dos
damas de honor, para reducir gastos, dijeron.
- Seré fea, pero muchos
hombres me han dicho que tengo un extraño atractivo, una inexplicable magia.
- Esme, no me hagas reincidir. Tu padre es un roschill, y eso siempre es
un atractivo. Nada extraño, pero un buen atractivo. Y para ser justo, también
tienes un precioso par de tetas, que no me canso de repetírtelo: tienes las
tetas más bonitas que he visto en mi vida. Ya sabes que igual que te digo una
cosa te digo la otra: eres fea de cojones, pero tienes unas tetas sin igual, sin
par, qué tetas tienes, amor.
Ay, la vida, la vida, piensa Orrios
Víamonte. A veces, la vida está llena de amor, de amores, más o menos intensos,
más o menos duraderos, más o menos memorables, más o menos posibles o
imposibles. Otras veces no, otras veces el amor es escaso y moribundo, poco y
pobre, pequeño y aburrido.
‘Tú que eres mi amiga, Atropina, o por lo
menos así lo parece, tienes que saber que odio la vida, pero odio todavía con
más intensidad la muerte’, le dice Certeza a su amiga Atropina Jackson en la
seis, mientras ahoga su cruasán en el con leche doble y tres sobres de azucar.
‘La mariposa lleva de viaje a su gusano’, continuó Certeza, ‘la muerte está
frente a mí, tentadora como el deseo de la casa propia para quien ha estado
preso muchos años’. ‘Mira, chica’, respondió Atropina,’nunca he entendido para
qué tenemos tantos huesos. Yo, el asunto del esqueleto lo hubiera resuelto mucho
mejor. Estoy convencida de que sin huesos seríamos mucho más felices.’
Atropina Jackson era la domadora de tigres del Circo Sustanzzia, antes
trabajó en el Spacial Cirkus, pero los tigres devoraron a los caballos, los osos
devoraron a los tigres y a los leones y los cocodrilos devoraron a los osos,
devorándose después entre sí. Sólo quedó un elefante, que murió de pulmonía al
poco tiempo. Atropina amaba su trabajo y amaba todavía más a Desmond Potter, la
bala humana, que tenía que hacer también de payaso y de funambulista. Atropina
era egipcia, vegetariana y coleccionista de azulejos. ‘Los murciélagos fuman a
escondidas’, pensó Certeza, ‘si las tortugas comieran queso, al final los
ratones tendrían caparazón’. Atropina, como buena egipcia, era tremendamente
celosa, y quería ser enterrada en una pirámide, ‘pero en una pirámide de verdad,
en bueno, como la de Keops. Una pirámide pirámide, no como la del Fariseo, ese
de la chaqueta amarillo chevalier, que tiene la sensibilidad en el culo. Y no
sólo por lo horrendo de su proyecto, sino, sobre todo, por el trato que da a sus
pobres hijas, las treinta hijas del Faraón idiota, que tanto está tensando la
cuerda, tanto, tanto, que algún día se romperá. Ya me lo tiene dicho Solanillas,
que las hijas del Fariseo están a punto de armarla, que se lo quieren comer en
pedacitos. Pero no seré yo quien le avise, que al que a su gusto duerme en el
suelo no hay que tenerle duelo’.
‘Las ranas son los animales más
indecisos’, se dijo Certeza al oído, sin hacer caso a Atropina y sintiendo la
visceral necesidad de bajar a la mina para lamer los líquenes azules que crecen
sobre las piedras húmedas y que tienen el exacto sabor de la luna; para
revolcarse desnuda en el lodo; para respirar el aire envenenado de grisú; para
morder los pedazos de carbón todavía incrustados en la roca; para perderse en
las galerías abandonadas donde el agua sulfurosa gotea y se pudre en la
oscuridad; para sentirse debajo, dentro de la tierra, posiblemente muerta. ‘El
que sabe dormir es el que se entremete la almohada entre el hombro y la
mandíbula como si fuese un violín’, se dijo Certeza al oído, de espaldas a la
realidad, indiferente, sintiendo que el estómago le pedía más. ‘Atropina, esta
mañana sólo me apetecen los cruasanes’. ‘Sea’, contestó la domadora, repartiendo
unas buenas gominolas entre sus tigres.
Atropina Jackson descansa en la
chaise longue Le Corbusier de cuero ecológico, lánguida y voluptuosa como una
cleopatra. Sus tigres la miran miran, sus tigres la están mirando. Le gusta que
sus cinco tigres la acompañen cuando descansa, cuando come, cuando se baña,
cuando escucha música bantú, cuando toca los bongos de su abuelo. Le gusta que
sus cinco tigres la acompañen siempre, siempre, cuando hace gimnasia, cuando
riega las plantas, cuando se pinta las uñas de los pies, cuando se prueba un
nuevo traje de domadora. Atropina hace maravillas con sus tigres en el circo.
Solanillas, el más joven y listo de los cinco, suele provocar la improvisación,
la novedad, la sorpresa. Pérez Turbante es el de más edad, le sigue Sabadell,
que es tuerto del ojo izquierdo, después va American Beauty, un tigre albino, y,
por fin, Muller Muller. ‘Los dioses crearon al gato para que los hombres
tuvieran el placer de acariciar un tigre’, suele decir la soberbia domadora.
Además de los números clásicos, imprescindibles para no defraudar al
público, Atropina y sus tigres inventan algo nuevo en cada sesión. Todos pasan
por el aro en llamas, suben por las más peligrosas y estrechas escaleras, saltan
de una plataforma a otra, corren en círculo y simulan volverse contra la
domadora. Solanillas, siempre buscando sorprender a Atropina, se escapa de la
jaula, da saltos mortales, finge un ataque de epilepsia o imita a Maurice
Chevalier, aceptando incluso que la domadora le ponga una chaqueta amarilla y un
canutier mientras el tigre juega con el bastón.
Atropina ama su trabajo
y ama todavía más a Desmond Potter, su novio y la bala humana del circo, que
hace también de payaso y de funambulista, pero su amor verdadero, completo,
definitivo y total es, sin duda, Solanillas, el más joven y listo de sus tigres,
que distingue los colores, sabe contar hasta mil y, en privado, en la intimidad,
le habla a su dueña al oído, ‘no pienso pero existo’, le suele decir con ironía.
Atropina ama a Desmond Potter, sí, pero eso no quita... Quien sabe, a lo mejor.
Lo ama, sí, aunque... En fin, prefiere no darle vueltas a la cabeza y seguir
avanzando hacia su particular nirvana. De hecho, en ese camino de perfección,
lee a Rainer María Rilke en alemán, El libro de las horas, mientras sus tigres
la rodean; lee a Fernando Pessoa en portugués, El libro del desasosiego. Sus
tigres parecen aburridos. A Desmond no le gustan los tigres ni ningún otro
animal, salvo las gallinas enanas de Madagascar. A Desmond le gustan las cosas
que miden poco y los amaneceres de la isla, pero siempre está durmiendo cuando
amanece. Se justifica diciendo que también le gustan los mediodías, y las
tardes, y las mañanas, y las noches, pero sabe que no es lo mismo, cómo va a ser
lo mismo, le dice Atropina, que es una mujer insobornable y egipcia.
Los cinco tigres parecen cansados, aburridos, con sueño y hastío,
indiferentes, impasibles, amodorrados, quizá tontos, sí, en ocasiones parece que
a los cinco tigres de Atropina les falta un riego, un hervor, un algo, no acaban
de enterarse de la fiesta, parecen estar en otra cosa, estorbados o hartos,
pensando en las avutardas. Cuando va a tomar el sol y a bañarse en la playa de
Los diecisiete silencios, siempre desierta por el temor a los tiburones,
Atropina se lleva a sus cinco tigres para que disfruten del agua del mar y de la
espuma de las olas, de la arena negra y de los galápagos, frotándose la piel
contra las palmeras y jugando a ser feroces y malos. Si no tontos, los cinco
tigres parecen niñatos, quizá porque Atropina los mima demasiado. Alguna vez se
comen a algún turista perdido, pero Atropina se dice que viene a ser como si lo
hubieran devorado los tiburones, así que no hace caso y les da menos cena, para
que no engorden.
- ¿Otro cruasán?
- Sí, hija, qué quieres,
cuando me sale la mañana tonta...
- Y yo, ¿qué me tomaría yo ahora?
- No sé, un pincho tortilla, por ejemplo.
- Bueno, haré de
tripas corazón.
- ¿Decían las señoras…?
- Señoritas.
-
Perdón, ¿decían las señoritas?
- Para mi amiga otro doble con leche y
otro cruasán. Y para mí un somontano y un pincho tortilla.
- Muy bien.
- Mi con leche con tres de azúcar, por favor.
- Perfecto, con
tres de azúcar.
- ¿De qué te ríes ahora?
- Nada, de la cara que
ha puesto el camarero a tus tigres. No se acostumbra.
- No, ni se
acostumbrará ya.
- Yo creo que le gusta.
- El qué.
-
Hacerse el nuevo. Y no sólo por tus tigres, sino por lo de ‘señoras’.
-
Para mí que lo hace para joderme. Como me ve más mayor.
- Qué cosas
tienes, Atropina, chica, cualquiera diría.
Atropina, como buena egipcia,
tiene un estilo divino, faraónico y cruel de valorar las cosas, y la vida de los
hombres no es importante para ella. Desnuda en la playa de Los diecisiete
silencios, acompañada por sus cinco tigres, tumbada, tomando el sol o mirando el
horizonte, Atropina se siente viva y saborea toda la extensión del
universo.
A veces
la vida no es lo que parece, a veces parece lo contrario de lo que es. Otras
veces, sin embargo, apariencia y realidad coinciden plena y completamente, sin
la menor duda ni fisura; son las menos, pero algunas veces apariencia y realidad
coinciden, sí.
- Josele, tienes más veneno que un escorpión negro, pero
es que a mí siempre me ha fascinado la maldad, qué le voy a hacer.
- Aquí
la que tiene más mala leche que un cuclillo eres tú, Rosario, tienes más mala
uva que un estibador manco, cariño.
- Pues mira, siempre había pensado
y creído que el malo eras tú, Josele, maligno hasta la perversidad, malo malo,
vamos.
- Mujer, piensa en la vida que hemos llevado cada uno y tú
misma.
- En eso pensaba precisamente, Josele. Tres veces en la cárcel
por delitos de sangre; cinco violaciones que me hayas contado, que igual son
más, aunque no te hayan trincado por eso; tu madre, cuando vas a verla, no
suelta el cuchillo ni para pintarse las uñas; tu hermana Paqui lo primero que
hace cuando te ve es amartillar el revólver, que no sé yo dónde va una mujer a
todas partes con la pistola, pero eso es otra historia; no sé, cielo, yo creo
que el malo eres tú.
- Las apariencias casi siempre engañan, Charo, ya
lo sabes. Yo en el fondo soy bueno, pero la gente se cree que, de bueno, tonto,
y ahí es dónde empiezan los desacuerdos.
- No, si yo te entiendo, Jose,
te entiendo y estoy de tu parte, pero aunque en el fondo seas bueno, aquí el que
parece el malo eres tú, corazón.
- Mujer, si nos dejáramos llevar por
las apariencias yo aún estaría en la cárcel. Lo que importa son los hechos que
se pueden probar, demostrar, lo que importa es la verdad. Y la verdad es que, en
el fondo, yo soy bueno. Bueno pero no tonto, eh.
- Vale, bien, pero
aunque yo sea más mala que un regimiento de víboras, aquí el que parece el malo
eres tú, amor mío, que te quiero más que al dinero, que ya es decir.
A
veces la vida no es lo que parece, a veces parece lo contrario de lo que es.
Otras veces, sin en cambio, apariencia y realidad coinciden plena y
completamente, sin la menor duda ni fisura; son las menos, pero algunas veces
apariencia y realidad coinciden, sí.
Orrios cree llegado el momento de
recurrir al palillo. La mirada frente a la luna, lirdnaM ojeiV lE. En
la acera de enfrente, el escaparate de la óptica. Tras él, la invariable
dependienta con su jefe, bata blanca los dos, aburridos de tanto hablar y
hablar. Ella es rubia, el pelo liso y recogido en la nuca, blanca de tez y los
labios muy pintados. A saber lo que se dirán en tantas horas, días, ¡años!, de
continuo parloteo, piensa Orrios, aplastando entre las palas el trocito de jamón
ya desencajado. No sé, no puedo entender de qué viven algunos, cómo consiguen
mantener abierto un negocio eternamente vacío, se dice Orrios centrándose de
nuevo en la faena, agradecido de que El Viejo Mandril funcione.
-
Anda, Gertru, doble con leche, curasán, somontano y pincho tortilla.
-
Para dónde.
- Para la seis, para las se-ño-ri-tas esas, las de los
leones.
Narciso
de Alfonso
Servando
Gotor
El guacamayo
azul