No es verdad que entre los albañiles de la pluma se den más puñaladas que entre aquellos de otra profesión cualquiera. La rivalidad se manifiesta en cualquier especie animal. Por ver quien la tiene más larga, están enfrentados hasta el elefante y la hormiga. La rana y el cocodrilo a la greña, por la blancura de sus lechosas barrigas. Aquiles y la tortuga andan también enganchados por ser ambos primero en meta. Los celos son la sal y el pan de cada día. Sin ellos, la cadena humana, por aburrimiento y desgana, nascitura y rota se hubiese quedado allá en el mesolítico. Y del rifirrafe entre Góngora y Quevedo nada sabríamos. Y tampoco las cornadas ajenas hubieran sido pasto de nuestro morbo cotillero, y no por ello, menos terapéutico.
La competividad, el poder, y su instinto (por no
citar reajustes, primas de riesgos y otras pepas de cuyo injusto
nombre acordarme no quiero), son los responsables de estas batallas y pugilatos.
Lo cierto es que al ser los escritores muy hábiles con las palabras, nos
convencen hasta de lo contrario: de que la miel es amarga, por ejemplo. Y así,
detrás de las alabanzas y los piropos más turiferarios, se dan las
animadversiones mayores. Pessoa cree que la inmortalidad es función de los
gramáticos. Por eso los escritores piensan en la celebridad eterna como premio
único e indivisible, y por tanto, no compartido con otros accésit compasivos.
Que de la abundantia cordis vienen los infartos.
En abril de este año, (y ésto es lo a que iba),
con ocasión de la feria del libro de Las Zacatolias, fui testigo de las
descaradas lisonjas entre dos célebres escritores. Y tan mal éstos se llevaban,
que sin parar mutuamente se hacían la pelota. Y al ser público su enamoramiento
enzarzado, no escondo aquí sus identidades. Uno de ellos, el mismísimo
Anacreonte Zambo, autor del libro La peste eres tú. El
otro, el cisne Miguel de Musa, galardonado con el premio de la Concordia por su
obra poética Y tú más. Los dos firmaban en la misma caseta sus últimas
creaciones. Yo al principio, al verlos tan beligeradamente juntos, tan
amistosamente enfrentados, no sabía por cual de ellos mostrar mis preferencias.
Y ellos al verme tan indeciso, al unísono dijeron:
Monta igual Musa como Anacreonte.
Los dos tan belicosamente unidos,
tan amistosamente divididos
que somos árboles del mismo monte.
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