SGS |
La cosa empeoraba por momentos. Cada vez aparecía más nieve acumulada en el arcén y la carretera se iba estrechando. Intenté poner la radio para ir más entretenido pero no funcionó. “Puñetera mañana para conducir solo”, pensé. Me crucé con una pobre chica que hacía auto-stop metida en la nieve. La sobrepasé, pero tuve remordimientos. Pegué un frenazo en seco. Nunca debí haber sido mochilero. Puse la marcha atrás y llegué hasta ella. Se montó en el asiento de atrás. Por lo menos, me haría compañía. Era una preciosa chica de tez pálida que vestía un fino camisón, más adecuado para una noche de bodas que para salir de paseo en un frío día como aquel. “Puñetera mañana para esperar en la calle”, le dije. “Y puñetera mañana para conducir solo”, me contestó señalando la radio. Su respuesta me produjo un escalofrío. ¿Cómo podía saber que la radio no funcionaba? Instintivamente, apreté a fondo el acelerador para escapar de aquella sensación que ya no me abandonaría hasta el incidente con el tren. A mi viejo cacharro le costó coger el ritmillo pero terminó poniéndose a mil. Entonces, la chica se revolvió incómoda en el asiento trasero. “Frene, por favor”, me dijo educadamente. “Frene antes de que lleguemos al paso a nivel que se ve al final de la carretera. Allí me maté un día de todos los Santos.” ¿Frenar? ¿En una carretera totalmente recta y con un paso a nivel que tiene las barreras levantadas? ¡No recordaba que los mochileros fueran tan impertinentes! Por pelotas, apreté con más fuerza el acelerador. Entonces, soltó un grito de dimensiones colosales: “¡¡¡Que frene le digo, capullooooo!!!!!!!” La explosión sónica abrió el techo del coche como una lata de mejillones, y será porque el marisco es afrodisíaco, pero la pierna derecha se me empalmó contra el pedal del freno con tanta fuerza que se incrustó dentro de la chapa. El espectacular frenazo nos dejó a un centímetro escaso de la vía, justo en el momento en que un monstruoso tren irrumpía arrasándolo todo a su paso. Un vendaval increíble nos envolvió. El coche empezó a rebotar sobre el asfalto pugnando por no salir volando. Me aferré con fuerza al volante para no deshacerme como un espantapájaros. Cuando aquel horrible traqueteo se fue tras el último vagón del convoy, el coche dejó de moverse y yo pude levantar la cabeza. El tren fantasma había desaparecido. Me había librado por un pelo. ¿Y ahora qué? No había duda de que en el asiento trasero llevaba una versión de la chica de la curva. Supongo que lo más correcto en estos casos sería darle las gracias y echarla a patadas del coche. Al fin y al cabo, era un espectro. No la iba a invitar a cenar. Me volví despacito. La chica de la tez pálida y el camisón sexy no estaba. Se había esfumado. ¡Menudo alivio! Entonces, la radio se puso en marcha sola y la voz, que estaba informando sobre un brutal temporal de nieve, me hizo sentir, por primera vez en mi viaje, acompañado.
Un joven menudo, abrigado con un chambergo rojo, se acercó montado en su motocicleta. “¿Has visto eso, chaval?”, le dije poniéndome de pie a través del agujero del techo del coche. “Yo…yo…no he visto nada”, balbuceó el recién llegado sorprendido al verme aparecer como un superhéroe. “¡¿Cómo que no has visto nada, tontoligo?!”, le grité mientras señalaba con el dedo el lugar por donde había desaparecido el tren. Estaba como enloquecido. “¡Ese tren fantasma que casi me mata era real, y el espectro era real! ¡Y yo! ¡Y mi coche! ¡Y también, mis cojones…!” Me agarré la huevera con las dos manos en un gesto tan amenazador que el chaval debió pensar que estaba como para que me encerrasen. El problema era que yo terminé pensando lo mismo después de escucharme. ¡Cielos! O me demostraba que lo que decía era cierto, o viviría el resto de mi vida dudando de mi salud mental. Eché un vistazo a mi alrededor. La motocicleta era la solución. Bajé del coche y me dirigí hacia el joven. “Coge tus cosas y lárgate en mi coche”. Sin rechistar, pasó el contenido de la maleta de su motocicleta al asiento trasero del coche. Me subí sobre la motocicleta y abrí gas para salir a trompicones sobre las traviesas del tren. Por el espejo retrovisor pude ver como el chaval del chambergo rojo se metía en mi viejo coche y atravesaba la vía para continuar su camino. No volví a mirar atrás. Un tren fantasma me llevaba la delantera y debía darle alcance. Me incliné sobre la motocicleta y giré mi muñeca a tope.
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