Cuando empezó a nevar de esa manera tan formidable, la revieja de los 157 años, subió corriendo por la escalera hasta la última planta de su unifamiliar y aplastó la cara en el cristal de la ventana para no perderse nada. Subió los peldaños de dos en dos porque la nevada que estaba cayendo era el suceso más increíble que había visto en su larga vida. Los copos eran gordos como melones y se estampaban contra el tejado de la casa montando un fenomenal estrépito. Melones de nieve que se fueron acumulando en el jardín, hasta que la montaña helada sobrepasó la misma marca de vaho que el aliento entrecortado de la abuela dejaba en el cristal de la ventana del ático. La persiana de nieve fue oscureciendo la habitación hasta que las sombras penetraron en todos sus rincones. Entonces, la revieja marcó a tientas el número de teléfono de su Administrador y le gritó hasta que escupió el último diente que tenía en la boca. El cable telefónico no aguantó la tensión y pegó un chispazo. Hubiera dado igual. Seguir malgastando las fuerzas voceando a un contestador era una sandez. Se calmó y escuchó caer la nieve por encima. Pudo sentir que los golpetazos del tejado se iban alejando como los tambores de una galera rumbo al horizonte, y supo que aquello no era bueno porque la torrencial nevada seguía hundiendo la casa en el abismo. Cuando el cielo se vació por completo y salió el sol, toda la urbanización, como una nueva Pompeya, había quedado sepultada. Entonces, la revieja de los 157 años, abrió la ventana del ático y le pegó unos suaves manotazos a la pared de nieve. Convencida de que su idea no era una locura, se abofeteó la cara como un levantador de pesas y, excitada como una perra, se lanzó a escarbar en la nieve con una energía impropia para su edad. Cuando calculó que el boquete era suficiente, se puso de pie sobre una silla y atravesó la ventana para desaparecer caminando a gatas por el cielo helado.
Babiluno
de El enigma del tren Fantasma
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