A esa misma hora, yo estaba comiendo con el peor de mis mejores amigos, en un restaurante tan refinado que hasta el whisky escocés lo servían con cubitos de hielo de agua mineral traída de Escocia para no alterar su pureza. La cuenta iba a ser de escándalo pero ese no era mi problema porque yo era el invitado. A mi amigo tampoco pareció importarle demasiado y le pegó un repaso generoso a la carta. Rodeados por las carnes más sabrosas y los mejores vinos de la bodega del local, hablamos animadamente de los viejos tiempos. Todo me sonaba más rancio que un cachete de 007 en el trasero de una “bondgirl”. Aún así, la velada fue agradable. Agradable, hasta que llegamos a los postres. Ocho payasos cogidos de la mano irrumpieron en el comedor y pasaron entre las mesas repletas de clientes. El exagerado detalle del restaurante no pareció gustarle demasiado a mi amigo. Sin embargo, yo estaba dispuesto a pasármelo chachi. Uno de los payasos preguntó en alto: “¡¿Cómo están ustedesss?!”, y todos los clientes del salón gritamos al unísono: “¡¡¡Biennnnnn!!!”. Entonces, los ocho payasos se acercaron a nuestra mesa y uno de ellos señaló a mi compañero: “¡Todos bien, no! ¡En esta mesa hay un desgraciado moroso que debe mucho dinero, ¿no es verdad?!” Me fijé con atención en el payaso que lanzaba su dedo acusador. En medio de su camiseta de colores, se podía leer “el cobrador de la risa.” La cara de mi amigo palideció y comprendí que estábamos jodidos. Nuestra mesa redonda se convirtió en una diana y todas las miraditas se nos clavaron como dardos envenenados. El peor de mis mejores amigos no sabía donde esconderse y pensó que ir a mear sería buena idea. Se levantó decidido, pero los payasos lo estrujaron más que a un torero dando la vuelta al ruedo. La chirigota en masa, chocó contra la puerta del baño. Allí, mi amigo forcejeó como un campeón y consiguió entrar solo. En la intimidad, se miró la colilla empequeñecida por la tensión y comenzó a mear. Viendo tan triste panorama, pensó que "hacer aguas menores" era el término justo que definía su acto. Prolongó la meada todo lo que pudo pero, inevitablemente, tras la última gotita, tuvo que salir y mi amigo volvió a la mesa tan envuelto de payasos como se había ido. No había escapatoria y se derrumbó entre lágrimas. Los despiadados payasos también se pusieron a llorar lanzándonos unos chorrillos de agua que nos pusieron perdidos. Nuestro aspecto de personas escupidas era digno de lástima pero en lugar de eso, las carcajadas de los clientes del comedor aumentaron de intensidad ahogando cualquier asomo de compasión. Sin duda, la estaban gozando contemplando nuestro vía crucis circense.
De Pingüinos
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