-Se quedó como un pajarico. Se puso mantudico, mantudico, como un pajarico, y así se quedó. --¿Pero de qué murió? –Ya le digo, con el genio que tenía el tío Atanasio, no dijo ni pío, se murió sin decir ni pío-. Era inútil que insistiera, no sacaría más información, había que cambiar de escenario para proseguir mis investigaciones. -¿El tío Atanasio?, pues murió. Vea usted, quién lo iba a decir, un hombre con tanto genio, y de la noche a la mañana, que se fue. Tenía sus años, pero todos los días al huerto y después de la siesta al bar a echar la partida, pero un día no lo vimos salir de casa y al poco, que se había muerto, nos dijeron, yo no me lo podía creer ¿pero cómo que se ha muerto? Pues, eso, que se ha muerto. –Pero ¿de algo se moriría?, pregunto. –Pues murió, de…. la última enfermedad, digo yo. Que le llegaría su hora, como nos llegará a nosotros, que sea lo más tarde posible, si Dios quiere. –¿Pero, murió de muerte natural o de accidente? –Sería de alguna cosa, porque murió con poquica salud.
Maldita omertà rural, no hay manera de atravesar el espeso manto de silencio con que los habitantes de todos los pueblo rodean cualquier acontecimiento ante los de fuera, aunque sea a alguien como yo, que soy de aquí, pero por mi oficio de investigador y por residir en la capital me convierto para ellos en un forastero.
-¿El tío Atanasio? Todos los días venía a echar la partida, el carajillo y la copa. A veces (confidencial, acercándoseme) yo creo que lo dejaban ganar, porque tenía muy mal perder. Ojo con la pareja que no sabía seguirle en los descartes, ya podía atarse los machos. –Sí, pero ¿de qué murió? Que no hay manera de enterarse-. El Manolo, que llevaba toda la vida, hasta que yo recuerdo, detrás de la barra, sirviendo cafés, copas y cervezas a sus vecinos, aguantando sus machadas y repartiendo sus propias pullas, dejó el secado de la vajilla, que no se sabía si la limpiaba o la ensuciaba, echándose con gesto decidido el asqueroso trapo al hombro y acercando su rostro al mío por encima del mostrador, con ademán de conspirador me confió: -Una tarde, cuando vi que encendía el cigarrillo, le dije, tío Atanasio, que no se puede fumar. Rediós, contestó, me ves liar el cigarro con esta asquerosa picadura que se gasta hoy, el cuarterón de Caldo sí que era tabaco, aquello sí, pero esto, esto parece paja, me ves que lio el cigarro…. Tío Atanasio, le contesto, que yo estaba atendiendo aquí y no lo he visto, además, que ya sabe que no se puede fumar en los establecimientos públicos. ¿Cómo que no se puede fumar en el bar?, me replica, será en los establecimientos públicos, pero en la taberna ¿cómo no se va a poder fumar en la taberna? En los establecimientos públicos que hagan lo que quieran, pero ¿dónde se ha visto una taberna sin humo? ¿Quién ha mandado esto?. El gobierno, le digo, y él cada vez más alterado, echando truenos y relámpagos por la boca y encendiéndosele la cara, hasta las orejas se le pusieron rojas, y todo el mundo intentando calmarlo. Al final se fue para casa todo congestionado, diciendo que no volvería a poner los pies aquí.
O sea, que me encontraba ante el crimen perfecto: sin móvil aparente, sin contacto con la víctima, en fin, un crimen perfecto de manual. Pero, comprenderán ustedes que, gracias a mi sagacidad, el asesino estaba perfectamente identificado, no era otro que la ministra Leire Pajín, que, sin duda por vengar algún oscuro episodio del pasado, había perpetrado el asesinato del tío Atanasio mediante una Ley. Pues ya puede preocuparse, porque con la perspicacia que me caracteriza encontraré el móvil. Por cierto, que he hecho yo con mi móvil, sin él estoy perdido…
Antonio Envid
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