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Hacen trampas con el tiempo –como con todo lo demás- pero tienen los días contados. Últimamente le han hincado el diente a Chipre, no sólo porque es un país pequeño, sino porque tiene la estricta forma de una pata de pollo. Parece sólo un paso más, pero –quizá por primera vez- han hecho sangre, y el color de la sangre es muy escandaloso y estamos genéticamente condicionados para que la sangre sea la verdadera señal de alarma, de manera que el color –y el perfume- de la sangre rojísima, inyecta en nuestras arterias gordas las adrenalinas salvajes, que nuestro animal organismo reserva para las luchas a vida o muerte.
Las cosas, que ya eran demasiado eternas, comienzan a romperse, a rasgarse. Cuando el deseo y la necesidad de riesgo y de peligro suben y salen a las manos, es cuando empieza el espectáculo. Nuestra vida ha sido plana hasta el día de hoy, pero el relieve acecha: quizá ya podemos mirar al destino directamente a los ojos, aunque tengamos las cejas muy muy crecidas de tanto llorar.
Los amos de la cosa no saben si hacer un cursillo acelerado de genuflexión o meterse camufladamente en un cuadro disfrazados de meninas o de caballos muertos: viene a ser igual: la sombra, en sí, no sabe de camisas. Se están deshaciendo en una raya de la noche, en ese vidrio roto que sangra en la ventana: intentarán esconderse deprisa mientras se queman.
Los amos de la cosa ya son solamente paréntesis que piensan en escapar, ya se agrietan cuando salen a la calle –‘donde sólo quedan sombras y columnas rotas y cisnes serios como hombres’ –que así lo dijo el poeta-, mirando impersonalmente, sin amor, muertos, estancados de atmósfera sucia y respirando mucho barro cansado.
Ya no seguirán añadiendo las trivialidades de sus escasas vidas a los dolores y las alegrías de las nuestras: por fin, los segundos del tiempo bueno se van acentuando con fuerza y solemnidad. Esta tierra todavía está de luto, pero ya se oye al amor alentar sobre el vinagre, y seguirá alentando hasta que se vuelva azul.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, III
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