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De entre los varios tipos de carroñeros que tienen sus nichos ecológicos distribuidos por la entera geografía del país, la especie de los sindicales, además de carroñera, es parasitaria, aunque aún se está averiguando si primero acuden al olor de la muerte y ya se quedan en ella como eternos parásitos, o lo hacen a la inversa.
Cuando uno ve a un sindical con su cuerpo de cadáver presente, muy pelado de plumas y despiojándose frenéticamente con el pico roto, recuerda que, a veces, aunque sean las menos, el delito lleva consigo su propia penitencia. La crecida barriga les impide despegarse del suelo, así que tienen que ir gallineando de un corral a otro y por eso están siempre morados de asfixia, como si fueran vestidos de cardenales.
Últimamente se ha encontrado a un numeroso grupo de sindicales en el barro final del fondo de los reptiles, felizmente hundidos en el negro lodo y resistiéndose a abandonar el inmundo lugar, ya que, según alegaron ante la jueza que lleva el caso, allí habían encontrado el sitio que les estaba destinado desde antes de los tiempos.
Los sindicales, si se los deja tranquilos y se los ceba a menudo, son criaturas ruines y sometidas, sin iniciativa alguna ni ideas propias, que se atienen con un ilimitado conformismo a lo que sea suciamente necesario para conseguir carroña. Son también fáciles de trato, sobre todo porque, sin estímulos amenazadores, enseguida se duermen y, además, cuando no duermen es que están haciendo la siesta, que viene a ser y a no ser lo mismo: es cuestión de matices.
La presencia de un sindical se huele en muchos metros a la redonda y, con frecuencia, también se oyen sus ronquidos desde suficiente distancia. Un asunto que puede suponer cierta dificultad se presenta cuando un sindical, por cualquier motivo, deja de roncar, ya que en tal caso, más que muerto –que ya lo está-, puede haberse sobremuerto, que es cuando hay que enterrarlos bien hondo y a toda prisa porque se pudren en cuestión de minutos.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, III
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