Cuando no sucede nada desastrosamente nuevo, sino sólo el mismo desastre sucio que baja ya muy crecido de caudal ancho y poderoso y profundo, como en la desembocadura de un río grande, es que la cosa tremebunda va mucho peor. No sólo el perro sigue vivo, sino que la perra que lo engendró vuelve a estar en celo, o quizá otra vez preñada.
Un día cualquiera, supimos –o nos supieron, que nos han puesto en el lado pasivo hasta del verbo saber- que no era la paloma, sino todas las palomas las que se equivocaban. Quizá en las vacaciones de semana santa (las minúsculas son mías), la cosa tremebunda descansa o, mejor, no queremos oír su agua gorda y mala que atraviesa los portales de las casas, que inunda las calles y las plazas y los caminos largos de la tierra.
Afortunadamente, su santidad (las minúsculas son mías) el Papa Francisco nos ha dado una clave, la clave: ‘no seáis personas tristes, que no os roben la esperanza’, lo que nos recuerda cuando teníamos ocho años y nos decían que amáramos a nuestros enemigos como a nosotros mismos y, además, habría que replicarle: ‘pero, su santidad, que la esperanza no se roba, en todo caso se mata, pero sólo matando a la persona que la lleva puesta’. Menos mal que los periodistas de la vida han decidido por unanimidad tonta que es un buen comunicador.
Aunque no le servirá de nada, la ciudadanía chipriota ha dicho que no quiere la esclavitud. Aquí no lo hemos dicho porque secretamente –y no tan secretamente- sí queremos la esclavitud: a ratos perdidos parecemos díscolos, pero en cuanto nos dan los bocatas de caballa loca para el pensionado y los pensionistas, ya les tratamos de usted y los recibimos con la alfombra roja de los amos de la cosa.
Hemos tenido que esperar a que a la jueza de los eres falsos y del fondo de los reptiles –cuanta redundancia- le dieran el alta más alta, pero ha valido una pena, que está investigando hasta a los sindicales que, al parecer, estaban en el mismísimo fondo, camuflados, claro, de reptiles, que algunos de ellos se han negado a abandonarlo, alegando que, por fin, habían encontrado su lugar en la vida.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, III
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