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Los hombres que llegan del frío, esos dueños malos de Europa, tienen cada vez más conciencia del poder que les da la coacción económica. No sólo están acabando –o ya han acabado- con Grecia, convirtiéndola en una inhumana reserva humana –y cometiendo así un crimen de lesa humanidad, como cualquiera de los tiranos individuales que conocemos- sino que siguen adelante con los faroles, cada vez con más descaro, haciendo más sangre, pasando más de todo. España tiene ya muchos síntomas, muchos signos y señales de estar llegando a ser una inhumana reserva humana, como la griega.
Si los hombres que vienen del frío son más racionales –no más inteligentes ni más sabios, más quisieran ellos- que los que estamos en el calor, en el sur o en la periferia o en la pobreza, nos conviene temer sus imposiciones coactivas: la racionalidad aplicada en crudo, sin atemperar, es brutal –con sadismo, ya que carece de sentimientos- y, encima, tiene la razón –sólo tiene la razón, además de la pasta gansa-.
En Chipre pueden aplicar las quitas; en España pueden liberar a todos los asesinos de verdad –es decir, por profesión o por vocación- que aquí teníamos dentro del hierro-. Y es que parece que los hombres del frío han sacado los cuchillos de cortar –racionalmente-. Quizá se han dado cuenta de que esto de ir haciendo reservas humanas, granjas humanas, colonias humanas con los países que piden el rescate, es un asunto difícil de manejar, poco seguro, inestable e irracional, porque el material humano se les solivianta de vez en cuando, así que han decidido utilizar solamente lo suyo, que es la razón –sólo la razón: es decir, una razón desquiciada, sádica, inhumana y sin sentimientos-.
En España, que éramos pocos, parió la abuela: ya nos bastábamos –sobradamente- nosotros solos –con un poder neurótico- para producir desorden, incoherencia, borreguismo, desfachatez y porquería, para que, encima, vengan los tipos del frío –que ya nos tienen en la reserva, en la granja, en la colonia humana subvencionada- a calzón quitado, a imponernos coactivamente su razón sólo racional.
Nos conviene, tal vez, empezar a utilizar una contraseña –individual, de cada uno consigo mismo- y preguntárnosla –por sorpresa- de vez en cuando para estar seguros de que seguimos siendo nosotros mismos, de que, -sin que nos hayamos dado cuenta- no nos han cambiado hasta la identidad.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, III
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