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Si esta derrama nacional que padecemos sigue su curso previsto hacia el vacío y la nada de las cabras, tenemos que estar ya perdiendo el último aceite de la vida por todas las juntas, a litros de infinito, empezando por la junta de la culata, que es la más delicada.
Los amos de la cosa sólo sienten tarde y mal: acaban de darse cuenta de que no hay nada más triste que un japonés triste, pero de los españoles no dicen nada todavía, salvo que con un poco de tipex todo se puede arreglar.
Para las muchas familias que se están comiendo los muebles del ikea que compraron para casar a la niña, enseguida ya es demasiado tiempo: definitivamente, en España la tierra está sangrando. Los jubilatas, en las tardes doradas del barrio, juegan a la petanca con las cabezas de los matados por algún fulminante desahucio.
La vida y la conducta de los amos de la cosa es una mentira continua: no quieren ser útiles, sino sólo importantísimos. Las tragedias de los otros son para ellos de una banalidad exasperante. Y es que los amos de la cosa, cuando se hicieron mayorcitos, se cambiaron todos a la religión del narcisismo, que es la más verdadera, y hasta los calzoncillos se los compran a golpes de narcisismo íntimo. Aman a la humanidad: lo que les revienta son las personas.
La neurosis de poder es un trastorno mental y del comportamiento que consiste en utilizar el poder solamente para conseguir más poder y, mientras, no se hace nada: la estupidez insiste siempre porque comprar es más americano que pensar. Además, los amos de la cosa pueden recordarlo todo, haya sucedido o no, pero tienen preferencia por recordar aquello que nunca ha sucedido. Parece claro que en su carnet de identidad debería figurar, como profesión, ‘sus labores’.
En súmula: ‘mátame’ –acabaremos pidiendo a los amos de la cosa-, ‘y qué te crees que estoy haciendo’ –responderán con un sadismo sin tristeza.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, III
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