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Una tarde senté a la Belleza en mis rodillas.
Y la encontré amarga.
Y la injurié.
(A. Rimbaud)
Buscaba la belleza aquella tarde y acudió al museo, allí se encontró con esas chicas de largas piernas y pálida piel que como bellas aves migradoras nos visitan todos los veranos. Indiferentes a su propia belleza se las veía sumidas en la contemplación de los rubens, los tizianos, los giorgiones, los bronzinos que colgaban en las paredes. Contempló el ir y venir de las muchachas cuya sola juventud ya les prestaba suficiente encanto, casi todas ellas vestían unos breves shorts que se habían puesto de moda ese año. Su juventud y belleza casi le pareció un insulto. Ellas podían ocupar unas horas en ver los cuadros, en tratar de atisbar la belleza congelada entre las oprobiosas paredes de la sala, les esperaba la vida al salir, una vida llena de promesas y de entregas, les quedaba el resto del día y de la noche para vivir, para saciarse, quizá, de vida. Su vida sería un festín donde se abrían todos los corazones. Pero, él ¿qué hacía allí? en la asepsia del museo, donde trozos que habían sido vida, desgajados de su lugar y tiempo se mostraban impúdicamente desnudos a los ojos de sorprendidos visitantes, que irrumpían indecentemente en su intimidad, ajenos totalmente a ellos. Ese cuadro que adornó la rica estancia de una princesa, que contempló sus alegrías, sus zozobras, quizá sus escenas de placer y de dolor, colgaba ahora vulnerable y deshumanizado en la pared del museo.
Salió desalado a la calle para sumergirse en el ruido de la vida y tratar de olvidar la terrible tragedia, no por sabida, menos cruel, que acababa de revelársele en toda su rotundidad: la devastadora acción del tiempo, la lenta ruina de todo lo que le rodeaba, porque ¡aquellas hermosas y vitales muchachas, también estaban siendo destruidas lentamente! Sentía un lacerante dolor imposible de soportar!. Habría llamado a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles.
Antonio Envid.
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