Chávez se ha caído dentro de la bandera de su país y tal vez se ha disuelto en sus hermosos colores: amarillo, azul y rojo. Aprovechando la luz natural se le podrá ver allí colgado, con el aliciente añadido del ahorro de energía, aunque siempre habrá caprichosos que prefieran verlo de noche, a oscuras, cuando los colores desaparecen: a la luz artificial de la bombilla, aunque sólo verán a un Chávez macilento, despintado y escaso, tal vez hasta de menguado tamaño, pero si les quitáramos la libertad de equivocarse de luz, los dejaríamos también sin la libertad de elegir luz y, al final, sin la luz de la libertad.
La muerte se lo ha llevado bandera adentro, a cualquiera de esas enormes fosas comunes, llenas de cadáveres, que tiene la muerte en cualquier esquina, y que es donde hace iguales a todos los difuntos, donde los devuelve a la humanidad elemental y común y compartida, ya sin albaricoques ni florones ni joyones: sencillos, simples seres humanos, hombres y mujeres ya sin adornos y aguantando, arrugados a veces, baratos de precio, definitivamente muertos.
La muerte se lo ha llevado bandera adentro, andando descalzo por esos caminos oscuros, pedregosos, ya sin escolta y desplumado como un pollo, que es como la muerte trata a los suyos, ejecutando una igualdad, una igualación bonita, justa, radical y austera.
Con el tiempo, quién sabe, Chávez puede caerse fuera de su bandera, puede borrarse de esos hermosos colores: amarillo, azul y rojo. En súmula, una bandera es un pedazo de tela pintada o teñida: no es de la estirpe de lo infinito y no aguanta sin rasgarse los fuertes tirones de la eternidad.
De momento, por ahora, mientras tanto, parece que Chávez se ha caído dentro de la bandera de su país y tal vez se ha disuelto en sus hermosos colores, donde quizá pueda descansar –o acabar de cansarse- en paz
Narciso de Alfonso
El merodeador, III
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