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A los pocos indios que quedaron de las películas del Lejano Oeste, los metieron enseguida en reservas, que viene a ser como haberlos puesto en conserva. Les daban alimentos, grandes prados, no los maltrataban: lo único que les quitaron –y que no les devolvieron nunca más- fue la indiedad, que es la mezcla de libertad e identidad que los hacía indios y les daba un destino propio por el que valía la pena morir pero, sobre todo, por el que valía la pena vivir.
La indiedad les ponía las plumas como Dios manda, les hacía cazar bisontes (y hombres de rostro pálido, a los que arrancaban, no el pelo, que vuelve a crecer hasta en la muerte, sino el cuero cabelludo), les permitía montar los caballos a pelo; les ponía unos nombres hermosísimos, sin desperdicio, -y no escribo ninguno por miedo a no poder detenerme y llenar la página de nombres indios-, y mucho más, mucho más –las flechas; las trenzas negrísimas, apretadas, largas y olorosas de ellas, de las indias; la doma de los potros-. Vale. Es lo que se hace –animalmente- cuando se encierra a un tigre en el zoo o en el circo: arrebatarle, arrancarle de cuajo, de raíz, la tigreidad.
Va a ser que nos han metido en una reserva –a la reserva no se entra, sino que lo meten a uno-. Sobrevivimos, como aquellos indios, pero nos han arrancado de cuajo la indiedad. Y nos miramos con repetida insistencia las palmas de las manos, que es lo que uno hace cuando ya no sabe bien quién es, cuando no se reconoce ni a sí mismo. Y nos asomamos con temor al espejo, por si somos otros o por si no somos nadie, porque tal vez nos vamos haciendo transparentes como los fantasmas, disolviéndonos en el aire, porque nos sentimos irreales, porque ni los gorriones se marchan cuando nos acercamos.
Nos han quitado los bisontes, los caballos para montar a pelo, los potros para adiestrar, las águilas y sus plumas, las infinitas praderas, el arte de las flechas: y los nombres, por Dios, nos han quitado los nombres: no los oficiales, los del carnet –todavía- sino los nuestros, los auténticos, los que sólo nosotros, cada uno, conocíamos, y aquellos a quienes queríamos decírselos: los nombres sabrosos, íntimos, del amor, de la amistad, secretamente compartidos.
El poeta tenía pesadillas con los gigantes de hielo, que querían apresar a la mujer que amaba: eran los hombres del frío, los hombres crueles del norte: los mismos que idearon, claro, la destrucción sutil, civilizada y terrible de los indios en las malditas reservas.
Narciso de Alfonso
El Merodeador, III
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