lunes, 26 de abril de 2021

T.E. LAWRENCE. DOGMA Y DUDA. ORIENTE Y OCCIDENTE. INTOLERANCIA CONTRA PROGRESO



 

En estos momentos en que la duda -y por tanto la capacidad crítica- está en peligro, conviene recordar que el dogmatismo solo lleva a la intolerancia. Y una buena forma de rememorarlo es  la lectura de estas palabras escritas por un gran conocedor y amante de los pueblos árabes: Thomas Edward Lawrence.




Al ser la población tribal y la urbana del Asia árabehablante, no dos razas diferentes, sino dos estadios económicos y sociales distintos, cabría esperar que un cierto aire de familia se manifestara en su modo de pensar, haciendo igualmente razonable que en las producciones de ambos tipos de población aparecieran elementos comunes. Ya desde el principio, en mi primer encuentro con ellos, pude hallar una simplicidad universal, una dureza en las creencias, casi matemática en su limitación, y repulsiva en su falta de simpatía. Los semitas (*) no mostraban medias tintas en el registro de su modo de ver las cosas. Eran un pueblo de colores primarios, o más bien de blancos y negros, que veían el mundo siempre con nítidos contornos. Eran un pueblo dogmático, que despreciaba la duda, nuestra moderna corona de espinas. No comprendían nuestras dificultades metafísicas, ni nuestra introspectiva forma de interrogarnos. Sólo conocían la verdad y la no verdad, la creencia o la incredulidad sin nuestro habitual cortejo de dudas y matizaciones. 

Para aquel pueblo sólo existía lo blanco y lo negro, no sólo en lo que hace a la visión de las cosas, sino también en lo referente a sus constituyentes más íntimos: blanco o negro, no sólo en lo visible, sino también en lo valorable. Su pensamiento sólo se sentía a gusto en los extremos. Se sentían plenamente cómodos sólo en lo superlativo. A veces, sentimientos contrapuestos parecían actuar a la vez en ellos; nunca, sin embargo, llegaban a un compromiso: llevaban adelante la lógica de varias opiniones incompatibles hasta desembocar en metas absurdas, sin notar la incongruencia. (...) 

Eran un pueblo de limitadas y estrechas miras, cuya inerte inteligencia tendía a caer en la incuria y en la resignación. Su imaginación era viva, pero falta de creatividad. Había en Asia tan poco arte árabe que podría decirse que carecían de arte en absoluto, aunque sus clases superiores eran liberales mecenas, y habían fomentado todo tipo de talentos en la arquitectura, en la cerámica o en cualquiera de las otras artesanías en las que sus vecinos e ilotas descollaban. Tampoco llegaron a manejar grandes industrias: carecían de organización mental o material. No habían inventado ni sistemas filosóficos ni mitologías complejas.


Thomas Edward Lawrence, 1926


__________

(*) Los pueblos de lengua semita estaban constituidos por un conjunto heterogéneo de pueblos y etnias, todos ellos pertenecientes a la antigua familia lingüística semita. La acepción racial de «semita» es hoy considerada pseudocientífica, y su uso es desaconsejado. La relación entre los pueblos semitas se debe exclusivamente a su origen lingüístico y cultural, por lo que el uso de «semita» se debe circunscribir a estos ámbitos. Es, pues, impropio hablar de «razas» indoeuropeas o de «razas» semitas, sino que debe hablarse de pueblos que hablaron alguna de estas lenguas.

domingo, 4 de abril de 2021

LEOPOLDO LUGONES Y LA INVENCIÓN DEL CUENTO MODERNO (Servando Gotor)

 





"Compré el mono en el remate de un circo que había quebrado”.

Así empieza Yzur, uno más de los jugosos relatos del argentino Leopoldo Lugones (1874-1938),  escritor que sirve de puente entre el modernismo hispanoamericano (Rubén Darío a la cabeza) y la potente literatura que vendrá después, rebosante de realismo, ciencia y magia, desde Borges o Bioy Casares hasta Gabriel García Márquez, pasando por Juan Rulfo. 

La narración continúa en estos términos:

 

La primera vez que se me ocurrió tentar la experiencia a cuyo relato están dedicadas estas líneas fue una tarde, leyendo no sé dónde que los naturales de Java atribuían la falta de lenguaje articulado en los monos a la abstención, no a la incapacidad. “No hablan, decían, para que no los hagan trabajar”.

Semejante idea, nada profunda al principio, acabó por preocuparme hasta convertirse en este postulado antropológico: los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar. El hecho produjo la atrofia de sus órganos de fonación y de los centros cerebrales del lenguaje; debilitó casi hasta suprimirla la relación entre unos y otros, el idioma de la especie en el grito inarticulado, y el humano primitivo descendió a ser animal.

 

Subvierte aquí Lugones los postulados científicamente correctos…  aparentemente, claro. Porque lo que dice no es en realidad tan extraño a la ciencia, siempre tan cara para él. De hecho, ya había sido un niño precoz con una memoria prodigiosa al que se le daban maravillosamente las ciencias y las historias. A su familia y a los de su entorno -dicen- se les caía la baba escuchando sus ocurrencias.  Y en 1921 llegó a escribir un folleto sobre la relatividad (El tamaño del espacio) por el que -cuentan- se interesó el propio Einstein. Lo cierto es que en este relato parece contradecir -incluso condenar- a Darwin, quien planteó la teoría de la evolución en sentido positivo. Pero Lugones, en este relato, lo que plantea es que la evolución en vez de ir en un único sentido de ida o avance -la denominada Ley de la irreversibilidad evolutiva de Dollo-, puede, también, retroceder, algo que ya señalaron a finales del siglo XIX las denominadas teorías de la devolución o des-evolución; esto es: una evolución hacia atrás, hacia el origen.  

Pierre Boulle, en El planeta de los simios (1963) nos muestra a unos primates que, no tan vagos, sí avanzan hacia el lenguaje, y ello les llevará inexorablemente a una cierta organización social.  Pero lo que Lugones nos cuenta es que los monos que hoy conocemos no evolucionaron porque voluntariamente se opusieron a la esclavitud a que el lenguaje (y con él la organización social) podía arrastrarles. Los muy listos. 

Estas reflexiones/fantasías sobre las posibilidades de los animales (hoy tan valoradas) las vuelve a repetir Lugones en Los caballos de Abdera, una distopía, que nos hacer pensar en la transcendencia de los extremismos e intolerancias, adelantándose así, con un siglo de anticipación, al debate animalista actual.

Pero no solo de animales se alimenta la evolución; o lo que es lo mismo,  la vida. Porque el concepto vida es eso: movimiento, evolución y, por tanto: tiempo (la cuarta dimensión).  Y quien posibilita esos movimientos, es precisamente ese cúmulo de apasionantes fuerzas extrañas, a día de hoy todavía tan desconocidas, no solo para el hombre de a pie. Y a ese movimiento y a sus consecuencias están dedicados, más o menos directamente, la mayor parte de los relatos que componen este fantástico volumen. Asistimos así a la búsqueda  de la energía que rige la armonía pitagórica de las esferas para utilizarla como herramienta desintegradora (La fuerza omega), al estudio de la fuerza delatora de la luz y el color de los sonidos (La metamúsica), o a la radiación de los olores en ciertas plantas mortales o flores del mal (La viola acherontia); a los efectos de otras fuerzas no menos extrañas capaces, en unos casos, de absorber y materializar los pensamientos (El Psychon), o desvelarnos un universo paralelo o de desdoblamientos (Un fenómeno inexplicable), e incluso hasta plantear cierta hipótesis pretendidamente científica sobre el comienzo de la vida: Ensayo de una cosmogonía y El origen del diluvio. Esta última narración con evidentes tintes ocultistas o espiritistas, que no faltan tampoco a lo largo de todos los relatos, en los que, en todo caso, se desborda la fantasía pura y simple y sin mayor intento de explicación, como El milagro de San Wilfrido o El escuerzo; de los que se ha llegado a decir que contenían un realismo mágico avant la lettre. O las dos soberbias prosas relacionadas con el bíblico final de Sodoma y Gomorra:  La lluvia de fuego y La estatua de sal.

Monos, caballos, dobles, máquinas sorprendentes, armonía de las esferas, pitagorismo, espiritismo… Y todo contado con buenas dosis de ironía que jalonan la obra de principio a fin, alimentándose —como toda ironía— de contrastes: la lógica y el absurdo; o lo que es lo mismo: la quiebra de la lógica. Así,  razonadas, y hasta razonables hipótesis científicas, son rematadas con las más variopintas conclusiones. Y las más curiosas invenciones técnicas para descubrir o utilizar esas energías, concluyen materializadas en esperpénticas máquinas que acaban con la muerte, la locura o la mutilación de su propio hacedor, lo que, lejos de desorientar al lector, lo hacen cómplice del guiño y el sarcasmo del autor, quien parece castigar con crueldad a sus propios personajes: esos estrafalarios diletantes que meten las narices donde no deben.

Pero nada de todo esto es gratis: Lugones arrastra al lector por caminos a veces tortuosos, exigiéndole fe y lealtad. Y solo si somos capaces de aceptar el reto, disfrutaremos plenamente del siempre merecido y generoso final, hacia el que todas y cada una de esas sendas conducen.Y, en definitiva, es esa la esencia del cuento. En ella se encierra el núcleo de toda su poética: el comienzo -y a partir de él toda la trama- está pensado, diseñado y tiranizado por el final: en mi principio está mi fin, recordará T.S. Eliot. Final hacia el que el poeta nos conducirá por caminos y vericuetos insospechados.

Son cuentos

Y el cuento, a diferencia de la novela, no permite pausas ni distracciones: hay que leerlo de un tirón. La novela exige tregua, el cuento entrega. En la novela caben respiros,  el cuento solo admite frenesí. La novela invita a la reflexión, el cuento al arrebato.

Eso sí, el recorrido ha de ser verosímil. Y la verosimilitud se logra con la pormenorización de datos y detalles, lo que Lugones consigue llevar a niveles científicos, reales o ficticios, pero siempre con una convincente apariencia de verdad.  Para que la ciencia ficción o la fantasía enganchen es preciso vencer al descreimiento, lo que solo se consigue con una convincente y recia apariencia de lógica y coherencia internas impecables. 

Pero aún hay algo más, no menos importante que la coherencia: para que la objetividad resulte creíble tiene que estar siempre exenta de la mínima exageración emocional. Los narradores de los trece cuentos, resultan todos ellos consumadamente asépticos en este sentido.  El relato discurre por una especie de crónica descriptiva en que el contador opina lo justo; y cuando lo hace es para destacar algún detalle fáctico imprescindible en la trama. Y si ese detalle revela alguna emoción, esta se deduce normalmente del propio dato sin ulterior aliño ni comentario. Cuando el narrador duda, por ejemplo, de la cordura de un personaje, lo hace para describir una sensación basada en dos hechos objetivos: una actuación insensata que presencia, y la impresión que a él le causa esa actuación (impresión que no por personal pierde objetividad). Así, cuando el homeópata de Un fenómeno inexplicable, después de una detallada relación de sucesos extraños y hasta extravagantes, acaba por decirle al narrador que a veces ve las cosas dobles porque cada ojo procede sin relación al otro, este concluye: «Era, a no dudarlo, un caso curioso de locura, que no excluía el más perfecto raciocinio». Sin más.

Objetividad, pues, dato, detalle, coherencia y distancia,  crean la verosimilitud necesaria para acabar con el descreimiento del lector. Y esta es sin duda la mejor y mayor aportación de Lugones al cuento moderno. En literatura se pueden crear universos distintos al nuestro pero siempre han de ser verosímiles. Y nuestro autor, además, lo hace en un contexto de hipótesis científica que da mayor valor a sus ficciones.

Lugones da un salto cualitativo en nuestra Literatura. Su narrativa está muy pero que muy lejos de la de Rubén Darío. Se aparta radicalmente del florido modernismo dando paso a ese lenguaje tan preciso como conciso de la Modernidad que consigue impactar con tal fuerza en el lector, que no necesita de mayores efectos, artefactos ni aditamentos.

Pero, además, esta aparente asepsia y frialdad, no está reñida con la belleza.  La prosa de Lugones no solo alcanza la sublimidad en muchos momentos, sino también la belleza. Y como mero ejemplo baste citar, precisamente, uno de los relatos fantásticos, alejado -solo aparentemente, eso sí- del cientifismo que jalona al resto: La lluvia de fuego, la obra maestra de Lugones, según el propio Borges. Y para muchos, desde el plano estético el cuento más conseguido de Las fuerzas extrañas.

 

Servando Gotor

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