jueves, 21 de mayo de 2020

LOS DÍAS MUERTOS (Antonio Envid)



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sgs

Todos los días han sido míos
Todos
Sin renunciar a ninguno de ellos

Los días huecos, sin sentido
Y también aquellos que parecían
ser plenos y quizá no lo fueron
Los días felices, que también los hubo
Y los amargos

Todos los días han sido míos
Pero ahora los atardeceres
Se tiñen de tristeza
Y siempre la misma pregunta
¿A dónde van los días cuando mueren?

Antonio Envid


martes, 19 de mayo de 2020

EPIDEMIAS HACE 2500 AÑOS. NADA HA CAMBIADO. UN TESTIMONIO DE PRIMERA MANO: TUCÍDIDES


Atenas, siglo V antes de Cristo. El testimonio de primera mano de un enfermo: el propio Tucídides, en el Libro II de su "Guerra del Peloponeso":  desconocimiento, desorientación, los médicos las principales víctimas, recurso inicial a ayudas espirituales y material desenfreno final.
Eso sí, entonces no tenían test...  Algo hemos avanzado. 

46. Pocos días después, sobrevino a los Atenienses una epidemia muy grande (...). Jamás se vio en parte alguna del mundo tan grande pestilencia ni que tanta gente matase. Los médicos no acertaban el remedio, porque al principio desconocían la enfermedad, y muchos de ellos morían los primeros al visitar a los enfermos. No aprovechaba el arte humana ni los votos ni plegarias en los templos, ni adivinaciones, ni otros medios de que usaban, porque en efecto valían muy poco; y, vencidos del mal, se dejaban morir. 

47. (...) Poco después, invadió la ciudad alta, y de allí se esparció por todas partes, muriendo muchos más. Quiero hablar aquí de ella para que el médico que sabe de medicina y el que no sabe nada de ella declare si es posible entender de dónde vino este mal y qué causas puede haber bastantes para hacer de pronto tan gran mudanza. Por mi parte diré cómo vino, de modo que cualquiera que leyere lo que yo escribo, si de nuevo volviese, esté avisado, y no pretenda ignorancia. Hablo como quien lo sabe bien, pues yo mismo fui atacado de este mal y vi los que lo tenían.

50. Quedaban los cuerpos muertos enteros, sin que apareciese en ellos diferencia de fuerza ni flaqueza; y no bastaba buena complexión ni buen régimen para eximirse del mal. Lo más grave era la desesperación y la desconfianza del hombre al sentirse atacado, pues muchos, teniéndose ya por muertos, no hacían resistencia ninguna al mal. Por otra parte, la dolencia era tan contagiosa que atacaba a los médicos. A causa de ello muchos morían por no ser socorridos, y muchas casas quedaron vacías. Los que visitaban a los enfermos morían también como ellos, mayormente los hombres de bien y de honra que tenían vergüenza de no ir a ver a sus parientes y amigos, y más querían ponerse a peligro manifiesto que faltarles en tal necesidad. A todos contristaba mal tan grande, viendo los muchos que morían, y los lloraban y compadecían. Mas, sobre todo, los que habían escapado del mal, sentían la miseria de los demás por haberla experimentado en sí mismos, aunque estaban fuera de peligro, porque no repetía la enfermedad al que la había padecido, al menos para matarle; por lo cual tenían por bienaventurados a los que sanaban, y ellos mismos por la alegría de haber curado presumían escapar después de todas las otras enfermedades que les viniesen.

51. (...) Nadie se cuidaba de religión ni de santidad, sino que eran violados y confusos los derechos de sepulturas de que antes usaban, pues cada cual sepultaba los suyos donde podía. Algunas familias, viendo los sepulcros llenos por la multitud de los que habían muerto de su linaje, tenían que echar los cuerpos de los que morían después en sepulcros sucios y llenos de inmundicias. Algunos, viendo preparada la hoguera para quemar el cuerpo de un muerto, lanzaban dentro el cadáver de su pariente o deudo, y la ponían fuego por debajo; otros lo echaban encima del que ya ardía y se iban.

52. Además de todos estos males, fue también causa la epidemia de una mala costumbre, que después se extendió a otras muchas cosas y más grandes, porque no tenían vergüenza de hacer públicamente lo que antes hacían en secreto, por vicio y deleite. (...) Y pues la cosa pasaba así, les parecí mejor emplear el poco tiempo que habían de vivir en pasatiempos, placeres y vicios.



La Guerra del Peloponeso, II
(Tucídides)



sábado, 9 de mayo de 2020

TRAGEDIAS DE LA VIDA VULGAR (Antonio Envid)



 FOTO: NDREA FASANI / EFE / EPA

¡Dios mío, qué tragedia! Mire, mire usted, qué desastre. Con la compañía que me hacía. Cuando asomaba la luz de la mañana en el dormitorio solitario, no tenía ánimos para levantarme de la cama. El dormitorio desierto, lleno de sombras, las malas sombras del duermevela y del insomnio de la larga noche, que ni siquiera la luz del día llega a disipar. Como un muro, como un muro de cemento se alza el día. No me habría levantado la mitad de las veces. Se lo juro, no tengo fuerzas.  Pero pensaba, el pajarico me está esperando, tengo que limpiarle la jaula, cambiarle el agua, ponerle grano, estará inquieto, pobrecico, mira que si un día no puedo levantarme y arreglarlo, qué será de él. Me necesita. Y hacía un esfuerzo, primero sentarme al borde del colchón, luego, otro esfuerzo, ya estoy en pie, los primeros pasos, torpes ¿sabe usted? porque las bisagras están todas oxidadas. Es la edad, dice el médico, tómese estas pastillicas, le irán bien, son de calcio con no se qué. Nada, no me hacen nada, cada vez me cuesta más dar esos primeros pasos, pero luego, la verdad, una vez que se calienta el cuerpo, pues ya va mejor. ¿Qué le estaba diciendo? Ah, sí, que el pajarico me obligaba. Y luego, después yo le hablaba mientras le limpiaba la jaula y él echaba a cantar. Qué cantos, qué alegría. La cardelina más cantora que haya visto y oído usted, la más garbosa, había ganado concursos, tenía más arreos que ninguna otra. Qué trinos más melodiosos, cómo me alegraba el día. Cuando la sacaba a la ventana, mientras regaba los geranios, atronaba con sus cantos a toda la vecindad. La gente me decía, qué pájaro más alegre tienes Albertina, y yo les contestaba orgullosa, es de raza de cantores, todos con medallas, es lo que me queda de mi hermana. Y ahora, ya ve usted, unas plumas y unos colgajillos sanguinolentos de carne. No llegué a tiempo. Ese monstruo, la picaraza, negra como el pecado, ha metido el pico por las rejas de la jaula y ha destrozado al pobre pajarico. Pero si no tenía carnes ni para un picotazo. Cómo puede haber tanta maldad en el mundo. Dios mío, es el Mal, que se ha apoderado de todo. Yo que le juré a mi hermana, que marchara tranquila, que yo me ocuparía de la cardelina. Bueno, ella seguro que me dijo en sus últimos momentos, Albertina, sobre todo cuida del pajarico, pobrecico, que no tiene a nadie nada más que a las dos, y ya ves, yo me voy, pero me voy tranquila porque sé que queda en buenas manos. Esas serían sus últimas palabras, aunque yo no las oí. Ni yo ni nadie, porque murió sola, qué tristeza más grande, sola, rodeada de tubos, sin una mano que estrechar al marcharse. Murió en una de esas tétricas ucis, que llaman. Se la llevó la epidemia. Ni siquiera pudimos darle un entierro de cristianos. Nada, una caja con cenizas. Y ahora, esto, lo único que me quedaba de ella. Parece que mientras viviera el pajarico, algo de ella estaba con nosotros. Su alegría había quedado en el animalico. Porque ¿sabe usted? mi hermana era muy alegre, siempre estaba cantando y cuando yo escuchaba a la cardelina, la escuchaba a ella cantar, aunque ya nos hubiera dejado. Con qué inquina el mal se está cebando con nosotros, ¡Dios mío, qué cosas habremos hecho para merecer tanto castigo! El Maligno es quien manda ahora en el mundo. Qué estará pensando mi hermana, cuando haya visto mi descuido. ¡Ay, qué será de mí ahora! además de quedar sola, la carga de la culpa por no haber sabido cuidar del pobre pajarico.



martes, 5 de mayo de 2020

UNA NUEVA NORMALIDAD (Antonio Envid)

Foto: sgs

La principal arma de los políticos es la palabra. Ellos lo saben muy bien. Si siempre han subvertido el lenguaje, en estos momentos se está llegando a una de las cumbres de este proceso. Tras superar los momentos más complicados de la epidemia se habla de que estamos volviendo a una nueva normalidad. ¿En qué consistirá esta “nueva normalidad”? Porqué normalidad es lo habitual, lo que realizamos o apreciamos a diario, también, lo que sirve de norma o regla, de modo que esta “nueva normalidad”, para que sea nueva, tendrá que ser precisamente lo que hasta ahora hemos considerado como anormal. Hábitos distintos y parámetros nuevos para medir lo que entra en el terreno de lo normal y distinguirlo de lo que es extraordinario o anormal. Con esta nueva normalidad entramos en el mundo de lo anormal, o lo que es lo mismo, un mundo donde lo que percibíamos como algo natural será ahora algo fuera de lo común, y lo que hasta ahora veíamos como habitual se convertirá en infrecuente. 
Pero, además, con esta “nueva normalidad” corremos el riesgo de que se abra la puerta otra vez al “hombre nuevo”. No el hombre nuevo con el que soñaba Nietzsche, el Übermensch que ha alcanzado un grado superior de moralidad y espiritualidad, si no esa degeneración, el hombre nuevo que han preconizado todas los totalitarismos, de derechas y de izquierdas, el hombre nuevo de los nazis, capaz de las mayores aberraciones en pro de su patria y de su raza, más bien de lo que los jerarcas definían como el ideal de la patria y la superioridad de una pretendida raza; o el hombre nuevo soviético, alguien carente de pensamiento propio, cuya conciencia ha sido sustituida por el dogma del partido. 
A esta nueva normalidad nos llevará un proceso de “desescalada”, nuevo término acuñado por el Gobierno como sí nuestro rico castellano no tuviera palabras para expresar una vuelta a un estado de cosas. Pero claro, no es volver a lo habitual, sino, como se nos ha dicho, una nueva normalidad, sería pues un camino a recorrer hacía ese nuevo statu quo. Desescalada significará lo contrario a escalada, o sea, descenso. Vuelta a la realidad, convulsionada ahora por esta enorme tragedia que está viviendo el país. Pero, claro, este descenso lleva a una realidad que se antoja bastante menos amable que la anterior a la tragedia, y eso no es algo que pueda complacer a los políticos, ávidos siempre de discursos triunfalistas. Sin embargo, no sé por qué desescalada me recuerda a descalabro, desequilibrio, y creo que aquí no han estado muy acertados al inventar la palabra. 
Mantener la distancia social parece ser el único remedio para la enfermedad, pero la distancia social también puede servir para objetivos menos confesables, evitar que la gente se reúna, que trabe contactos e intercambie ideas, y que, en definitiva, llegue a la conclusión de que tiene que rebelarse ante el autoritarismo que asoma a lo lejos. 
Prefiero no hablar de escalofriantes vocablos puestos en circulación en estos alterados tiempos, como “triaje” o “techo terapéutico”.



                                  

 

lunes, 4 de mayo de 2020

APLAUSOS COVID 19 - LA OPINIÓN DE UN NOBEL (Albert Camus)



Foto: sgs

Mutatis mutandis, he aquí lo que sería la opinión de Albert Camus (1913-1960), sobre los aplausos que hoy concitan a muchos ciudadanos a los ocho de la tarde. Convendrá no obstante advertir que no puede identificarse la opinión de un personaje de ficción con la de su creador; y que hasta el narrador de una novela no deja de ser sino un personaje más de la misma y, por tanto, igual de ficticio. 
Los testimonios de otras épocas o de otros espacios geográficos, revelan que las diferencias que nos separan de nuestros antepasados o de nuestros antípodas son mínimas, y que todo se repite, salvando eso sí las distancias (no tan importantes) del momento histórico o del contexto geográfico en que se produzcan. A fin de cuentas, la naturaleza humana, por muchas diferencias que presente (y las presenta) es siempre esencialmente la misma. Las películas de Hollywood también nos enseñan que los humanos de este siglo o del anterior, estemos donde estemos, lloramos y nos reímos -en general- por lo mismo.
Dicho lo cual, esta es la opinión del narrador/cronista de "La peste" (1947), novela fundamental del existencialismo, en la que se nos describe una supuesta epidemia padecida en Orán (Argelia) en los años 40 del siglo pasado. Que la opinión del narrador coincida en este caso con la del autor, pocas dudas puede ofrecer en novelas de tesis y pensamiento (filosóficas, en suma), cuando a mayor abundamiento, quien la vierte no es un personaje más, sino -insisto- el que cumple la función de "narrador".
En todo caso, no deja de ser una opinión. Eso sí, debidamente fundamentada y, por supuesto, de un pensador tan cualificado como Albert Camus.

* * *

La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias más importancia de la que tuvieron. Es cierto que, en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían hoy mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. 

Esta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos, y, a decir verdad, no es esta la cuestión. Sólo que ignoran, más o menos, y a esto se le llama virtud o vicio, ya que el vicio más desesperado es el vicio de la ignorancia que cree saberlo todo y se autoriza entonces a matar. El alma del que mata es ciega y no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible. 

Por esto nuestros equipos sanitarios que se realizaron gracias a Tarrou deben ser juzgados con una satisfacción objetiva. Por esto el cronista no se pondrá a cantar demasiado elocuentemente una voluntad y un heroísmo a los cuales no atribuye más que una importancia razonable. Pero continuará siendo el historiador de los corazones desgarrados y exigentes que la peste hizo de todos nuestros conciudadanos. 

Los que se dedicaron a los equipos sanitarios no tuvieron gran mérito al hacerlo, pues sabían que era lo único que quedaba, y no decidirse a ello hubiera sido lo increíble. Esos equipos ayudaron a nuestros conciudadanos a entrar en la peste más a fondo y los persuadieron en parte de que, puesto que la enfermedad estaba allí, había que hacer lo necesario para luchar contra ella. Al convertirse la peste en el deber de unos cuantos se la llegó a ver realmente como lo que era, esto es, cosa de todos. 

Esto está bien; pero nadie felicita a un maestro por enseñar que dos y dos son cuatro. Se le felicita, acaso, por haber elegido tan bella profesión. Digamos, pues, que era loable que Tarrou y otros se hubieran decidido a demostrar que dos y dos son cuatro, en vez de lo contrario, pero digamos también que esta buena voluntad les era común con el maestro, con todos los que tienen un corazón semejante al del maestro y que para honor del hombre son más numerosos de lo que se cree; tal es, al menos, la convicción del cronista. Éste se da muy bien cuenta, por otra parte, de la objeción que pueden hacerle: esos hombres arriesgan la vida. Pero hay siempre un momento en la historia en el que quien se atreve a decir que dos y dos son cuatro está condenado a muerte. Bien lo sabe el maestro. Y la cuestión no es saber cuál será el castigo o la recompensa que aguarda a ese razonamiento. La cuestión es saber si dos y dos son o no cuatro. Aquellos de nuestros conciudadanos que arriesgaban entonces sus vidas, tenían que decidir si estaban o no en la peste y si había o no que luchar contra ella. 

(...)


(Albert Camus, 1947)


domingo, 3 de mayo de 2020

PERO ESTE TRABAJO PUEDE SER MORTAL... ¿LO SABE VD.? ("La peste", Albert Camus)




—Sé —dijo Tarrou [periodista de investigación], sin preámbulos— que con usted puedo hablar abiertamente. Dentro de quince días o un mes usted ya no será aquí de ninguna utilidad, los acontecimientos le han superado.
—Es verdad —dijo Rieux [Médico asesor de la Admnistación].
—La organización del servicio es mala. Le faltan a usted hombres y tiempo.
Rieux reconoció que también eso era verdad.
—He sabido que la prefectura va a organizar una especie de servicio civil para obligar a los hombres válidos a participar en la asistencia general.
—Está usted bien informado. Pero el descontento es grande y el prefecto está ya dudando.
—¿Por qué no pedir voluntarios?
—Ya se ha hecho, pero los resultados han sido escasos.
—Se ha hecho por la vía oficial, un poco sin creer en ello. Lo que les falta es imaginación. No están nunca en proporción con las calamidades. Y los remedios que imaginan están apenas a la altura de un resfriado. Si les dejamos obrar solos sucumbirán, y nosotros con ellos.
—Es probable —dijo Rieux—. Tengo entendido que están pensando en echar mano de los presos para lo que podríamos llamar trabajos pesados.
—Me parece mejor que lo hicieran hombres libres.
—A mí también, pero, en fin, ¿por qué?
—Tengo horror de las penas de muerte.
Rieux miró a Tarrou.
—¿Entonces? —dijo.
—Yo tengo un plan de organización para lograr unas agrupaciones sanitarias de voluntarios. Autoríceme usted a ocuparme de ello y dejemos a un lado la administración oficial. Yo tengo amigos por todas partes y ellos formarán el primer núcleo. Naturalmente, yo participaré.
—Comprenderá usted que no es dudoso que acepte con alegría. Tiene uno necesidad de ayuda, sobre todo en este oficio. Yo me encargo de hacer aceptar la idea a la prefectura. Por lo demás, no están en situación de elegir. Pero...
Rieux reflexionó.
—Pero este trabajo puede ser mortal, lo sabe usted bien. Yo tengo que advertírselo en todo caso. ¿Ha pensado usted bien en ello?
Tarrou lo miró en sus ojos grises y tranquilos.
—¿Qué piensa usted del sermón del Padre Paneloux, doctor?
La pregunta había sido formulada con naturalidad y Rieux respondió con naturalidad también.
—He vivido demasiado en los hospitales para gustarme la idea del castigo colectivo. Pero, ya sabe usted, los cristianos hablan así a veces, sin pensar nunca realmente. Son mejores de lo que parecen.
—Usted cree, sin embargo, como Paneloux, que la peste tiene alguna acción benéfica, ¡que abre los ojos, que hace pensar!
—Como todas las enfermedades de este mundo.

(Albert Camus, 1947)

sábado, 2 de mayo de 2020

"SE CREÍAN LIBRES Y NADIE SERÁ LIBRE MIENTRAS HAYA PLAGAS" (Abert Camus: "La peste")

Albert Camus (1913-1960). Premio Nobel de Literatura, 1957

Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido.” Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. 
Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas. 
Incluso después de haber reconocido el doctor Rieux delante de su amigo que un montón de enfermos dispersos por todas partes acababa de morir inesperadamente de la peste, el peligro seguía siendo irreal para él. Simplemente, cuando se es médico, se tiene formada una idea de lo que es el dolor y la imaginación no falta. Mirando por la ventana su ciudad que no había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud. Procuraba reunir en su memoria todo lo que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. 
Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación. 
(…) Y el doctor Rieux que miraba el golfo pensaba en aquellas piras, de que habla Lucrecio, que los atenienses heridos por la enfermedad levantaban delante del mar. Llevaban durante la noche a los muertos pero faltaba sitio y los vivos luchaban a golpes con las antorchas para depositar en las piras a los que les habían sido queridos, sosteniendo batallas sangrientas antes de abandonar los cadáveres. Se podía imaginar las hogueras enrojecidas ante el agua tranquila y sombría, los combates de antorchas en medio de la noche crepitante de centellas y de espesos vapores ponzoñosos subiendo hacia el cielo expectante. Se podía temer... 
Pero este vértigo no se sostenía ante la razón. Era cierto que la palabra “peste” había sido pronunciada, era cierto que en aquel mismo minuto la plaga sacudía y arrojaba por tierra a una o dos víctimas. Pero ¡y qué!, podía detenerse. Lo que había que hacer era reconocer claramente lo que debía ser reconocido, espantar al fin las sombras inútiles y tomar las medidas convenientes. En seguida la peste se detendría, porque la peste o no se la imagina o se la imagina falsamente.

(Albert Camus, 1947)



"DIARIO DEL AÑO DE LA PESTE", de Daniel Defoe (Por Antonio Envid)



Daniel Defoe al redactar la crónica de la peste que asoló Londres -y otras capitales europeas- en 1665-66 cuenta como muchas conciencias fueron estimuladas a arrepentirse de pecados y delitos pasados haciendo penitente confesión, como se ablandaron muchos duros corazones. Claro está que no todos los comportamientos fueron tan dignos, en las casas donde había algún enfermo, que fueron clausuradas por orden del ayuntamiento impidiendo salir y entrar a nadie, en algunos casos los habitantes huían por la noche dejando desamparado a la víctima, o, como cuenta con indignación el narrador, el caso de un grupo de personas que se reunía en una taberna por cuya calle pasaba al atardecer el carro que transportaba a los muertos a la fosa común; cuando pasaba por allí el macabro transporte, abrían las ventanas del establecimiento para mofarse de los muertos y los familiares que los acompañaban, riéndose a carcajadas y profiriendo blasfemias y escatológicas bromas.
El miedo impulsa a realizar actos indignos y huir del contagio. Esto también lo estamos viviendo ahora, ancianos que han sido abandonados a su suerte en residencias o han quedado aislados en su domicilio. Pero en el actual episodio se echa en falta esa contrición de la comunidad por la desgracia de tantos seres fallecidos, un duelo general por quienes nos han abandonado en esas trágicas circunstancias, la solidaridad necesaria con la gente que ha perdido a seres queridos, muertos en la soledad de una UCI, o peor, en una residencia de acianos, y enterrados casi en la clandestinidad. La gente sale al balcón o ventana de su domicilio puntualmente cada día a las ocho de la tarde a dirigir unos aplausos y siempre alguien saca un reproductor de música para amenizar la velada. La excusa es que se aplaude la labor de los sanitarios que luchan contra la enfermedad con escasez de medios debido a la negligencia de las autoridades, y con una abnegación digna de todo aplauso y agradecimiento, también la policía y fuerzas armadas realizan su trabajo con gran riesgo personal. Es muy plausible este reconocimiento, pero se está convirtiendo en una rutina, algo como una expresión de fiesta poco acorde con la trágica realidad. Lo que no veo por ninguna parte es la expresión de duelo exigible a una comunidad sensible ante el dolor humano, esa expiación necesaria de una sociedad banal con unos valores meramente materiales, basada en la frivolidad, un examen interno para comprender como hemos podido llegar a esta trágica situación, qué errores hemos cometido y seguimos cometiendo.
Pero esta pandemia derribará los últimos dioses. Tras esto nadie tendrá fe en nada. Esta sociedad hace tiempo que abandonó la creencia en un dios sobrenatural y lo sustituyó por conceptos abstractos como el progreso humano, la justicia social, y otros tan ilusorios como estos. La ciencia, especialmente la medicina, uno de los últimos falsos dioses, que nos prometía la sanación de todas las enfermedades, incluso una cuasi eterna vida, ciento cincuenta años o más de longevidad, ha demostrado su fracaso y nos ha vuelto al temor de las enfermedades sociales. El Estado, al que los españoles tan dados somos en reclamar que se haga cargo de nuestros problemas, enseñanza gratuita para nuestros hijos, residencias gratuitas para nuestros padres y abuelos, sanidad gratuita, cultura gratuita, subvención si no trabajamos, y un largo etc. ha resultado ser otro ídolo de barro. En qué tendremos fe después de esto.



viernes, 1 de mayo de 2020

ESPLÍN. REGRESO AL CAOS. (Servando Gotor)


Hospital de Campaña por la pandemia del COVID 19
IFEMA - Madrid (Foto: Pedro Amestre - El País)


La estancia era infinita, fría y luminosa.

Bombillas, lámparas… Llegarían hoy a casa. Un juego de dos. Y yo aquí, sin poder salir. A buenas horas… El baño sin luz, las dos lámparas a un tiempo…  Y el puto flexo ese que siempre me saca de apuros… Hmm… ¡Qué jodida esta respiración…! Si pudiera, ahora mismo me tiraría por una ventana. Pero me fallan las fuerzas. Si al menos viera… ¿Habrá ventanas aquí?  El resplandor me ciega. Pero no, eso no es lo peor… Lo peor es la nostalgia de quien solo se siente huésped… (¿quién dijo eso?). Es como yo me siento aquí… un huésped, un eterno huésped, que va subiendo peldaño a peldaño por la calle de la miseria…

Sí, la estancia era infinita. Infinita, fría y luminosa. Al menos así la presentía, porque mis sentidos estaban muy limitados. El aburrimiento era enorme aunque no mayor que el de por ahí afuera. Ahora, además, apenas veía ni oía nada. Pero un sombrío murmullo delataba que tenía gente a mi alrededor, bastante gente. Tranquila, eso sí: sosegada y a esa prudente distancia tan recomendada también en el exterior. A veces, puntualmente, se oían algunos gritos. Y solo las deficientes voces e imágenes que, filtradas, elaboraba a duras penas mi cerebro, me daban idea, junto a los dolores y el terrible ahogamiento, del extraño momento que estábamos viviendo. Y de mi terrible situación física… Cada despertar, por muy débiles que tenía los sentidos, era un verdadero martirio.
Entre la consciencia de la vigilia y el apagón del sueño, suele haber un momento de transición muy breve que siempre he intentado retener pero que siempre acaba por escaparse. Porque cuando las tinieblas te envuelven, desapareces.  Pero alguna vez… Alguna vez he estado a punto de atraparlo. Es más, por décimas de segundos, por milésimas quizá hasta he conseguido retenerlo. Te acuestas y, en la cama, piensas. Piensas y recuerdas.  Y dominas recuerdos y pensamientos, hasta que llega un momento en que son ellos los que te dominan a ti. Es en ese preciso instante en que la inconsciencia ha vencido a la consciencia pero aún no ha conseguido eliminarla del todo. Recuerdos y pensamientos se confunden con sonidos externos: el tráfico, la lejana bocina de un camión, campanadas anónimas... Quizá las últimas. Porque siempre dudas del regreso, del despertar. Y todo, todo, se cruza y amontona como en un palimpsesto.

Bombillas, lámparas… Llegarían hoy a casa, y yo aquí, sin poder salir… Una copia de un poema escrito por mi madre el mismo día que nació mi hermano… ¿lo recuerdas…? Setenta veces siete ¿Setenta…? No, no... lo correcto sería o setecientas o diez veces siete… Ya, sí, pero suena mejor así… El oído, claro… Qué aburrimiento. Lo peor es el aburrimiento. No, no seas ingenuo, es Graco, el cazador…  Pero, ¿quién es libre siendo inferior?... Antonio, mi amigo Antonio me lo ha dicho: esto es como en el Diario de la peste de Defoe. Sí, como en el siglo XVII. Lo mismo… carros atiborrados de cadáveres… solo que ahora no los ves. Pero existen… ―¿Tienes miedo, madre…? ―A mi edad no se teme mucho…London Bridge is falling, down falling down… Hasta el rumor del agua parece iluminarse.

Sí, llega un momento en que la consciencia se rompe, y el pensamiento, los recuerdos, se hacen añicos. Dejas de dominarlos. Yo he podido examinarlo… Sentirlo. ¡El plácido caos! Ese dejarse llevar… El caos del que venimos y al que volvemos. Al que pertenecemos. La vida no deja de ser un calvario tan intenso como inútil hacia el orden, un orden del que solo nos libramos con el sueño y, al final, con la muerte. El orden, sí. La consciencia. La lógica. Eso a lo que llamamos vida. Ese maldito sistema que nos esclaviza y martiriza: piensa por la mañana, actúa al medio día, come al atardecer, duerme por la noche… Pero hay un punto en que… Sí, yo lo he conseguido. Yo he tenido, he sentido, destellos de ese caos. El verdadero paraíso perdido, al que solo se regresa definitivamente con la muerte. Poco tiempo, cierto. Pero, sí, yo he llegado a palpar ese material de desecho, esos rastros fragmentarios… La materia, la verdadera materia de que están hechos los sueños.
―Hola, ¿qué tal hoy?
―No insistas, no te oye.
―¡Hola…!  ¿Hola..? Sí, no parece oírme…
Pero los oigo, claro que los oigo. Lejanos, pero los oigo. Y no solo los oigo, acierto a escuchar lo que dicen. Ellos creen que no, pero todavía, y aunque sea por momentos, me entero de todo.
―Entonces…
―Sí, a la UCI. Ya…
¿Dolor? ¿Angustia por el ahogo…? Sí, también el dolor y el ahogo, en ese preciso instante, van diluyéndose. Pero qué dicen estos tipos. Sanitarios, sin duda... Ahora veo, ahora alcanzo a ver algo. Qué nave tan grande. Camas, pijamas celestes, médicos… Lo había visto en la tele…  Pero qué asfixia, ¡qué terrible asfixia! Me llevan a la UCI, claro… Bueno, parece llegado el fin. Mejor. Moriré solo, sin familia. Pero solo, no por el coronavirus, sino porque no tengo a nadie. Siempre he estado solo…

Y si vuelvo a casa, el baño seguirá sin bombilla… Con el flexo… Hmm… ―¡Laufend!  ―Ya lo has oído: ¡En marcha! … ¡Qué asfixia…! Eduardo, tú por aquí! ―¿No lo sabías…? Estamos montando una sala VIPS, aquí, en el aeropuerto… Ya se acerca, ya se acerca ese mágico instante. Atento, tal vez sea el último… Y bajé. Bajé y la besé… Y entonces pregunté: ¿es que basta la firme convicción de que algo es tal cosa para que lo sea? Y respondió: Todos los poetas creen que sí…

―Pero queda una plaza, una sola plaza…
―Ya… Ya veo.
―Hay que elegir, ¡coño! ¡Otra vez tenemos que elegir…!
―No, perdona. No hay elección. Esta muy claro: primero aquel...
―¿Por ser quién es…?
―¡Ya basta, cabrón! No compliques las cosas… Es más joven que este pobre hombre… ¡Punto!

Bajó ella y bajé yo. Bajó y bajé. Bajé y me besó… Cris. ¡Cris, cariño…! ¡Mi auténtica venus alada…! Qué solo sin ti!


50 textos contra 
las umbrías tardes de confinamiento

(Servando Gotor)






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