sábado, 28 de enero de 2023

¿UNA TAPADERA EN PLENO COSO? (Servando Gotor)

 


Con los labios pintados, mi peinado de vidal sasoon y mi pañuelo añil partido, recorro en mi seiscientos el barrio francés de Palm City, armado con mi video digital a transistores azucarados y mi móvil vegetal de zurdos poliedros. Con gordinflonas intenciones y tres tomates clavados en la espalda, anoto los seres y las cosas que están en el lado frágil. Como la ternura del plátano gris o la inoperancia de la berenjena cabreada, igual. Pero nada hay que me enternezca más que la tienda de obleas de la calle Palomeque, a la espalda del Adrática, detrás del Coso, frente a las escolapias. He llegado allí desde Washington Square, siguiendo por la calle 23. Sin problema, giras a la derecha en la segunda avenida y enseguida das de bruces con la calle Palomeque. Una vez allí, el almacén de obleas no tiene pérdida, porque está en el número 1 de los 6 que tiene la street. Ya digo, detrás del Adriática, al pie. Entro a lo bestia, en plan reportero, sí, porque alguien me ha dicho que lo de la tienda de obleas es una tapadera, que entras por allí encogido, con tu estatura normal, normalmente baja, y tu bikini a cuadros sobre el que desborda la aureola de un ombligo hundido entre montañas de fat, y luego sales por la entrada principal del edificio, ya en el Coso, erguido y esbelto, traje cruzado de raya diplomática, casi un metro más alto y las facciones de Cary Grant, lo que te obliga a tomar un taxi amarillo y decirle al chauffeur: siga a ese coche; o bien: atraviese el Hudson y luego le diré. Pero no, es todo falso. La tienda de obleas, es eso: una tienda de obleas, sin más, con el rechoncho Cooper, todo él frente, ancha frente, voluptuosa frente, grande y alta como la de un Tiranosaurio-Rex, blanca y brillante como las nieves del Kilimanjaro. ¿Cooper? A mandar, contesta. Diez mil obleas. Y cinco que le pongo de regalo, diez mil cinco. ¿Tarjeta? Visa y master card, lo normal. Aquí va la master. Pues una firmita y a mandar. Adiós, Cooper. Adiós, amigo, y que usted lo pase bien.



LA ÚLTIMA SONRISA DEL DÍA (Antonio Envid)



Inopinadamente, en estos fríos días, han vuelto a aparecer en nuestro cielo los estorninos. Al atardecer despliegan su fabulosa danza, una universal fiesta en homenaje al día que se despide. Sus locos y coordinados giros dibujan sobre el apagado celaje abstractas y fugitivas formas. Vuelan a cientos sobre los magros sotos de la ribera del Ebro a su paso por Zaragoza con un enigmático objeto cuyo secreto sólo ellos conocen. ¿Quién dirige este ballet sin coreógrafo? El espectáculo dura unos minutos para disolverse con la misma rapidez con la que se ha iniciado. Belleza de lo efímero.

Espero cada día su representación y los contemplo ensimismado como un niño. Es un último regalo del día que agoniza. La noche aguarda con su sombría presencia. Ahora que sabios japoneses dicen que el núcleo de la Tierra se ha parado y volvemos con angustia a preguntarnos si el sol volverá a salir día tras día, estos alegres heraldos nos confirman del eterno ciclo de la vida.

Con igual desaliento que Pessoa en Tabacaría miro por mi ventana una calle inaccesible a todos los pensamientos, una calle imposiblemente real, con el misterio por debajo de las piedras y las cosas.



sábado, 7 de enero de 2023

YANQUIS EN LA DROGA ALFONSO (De cuando Platón comenzó a trabajar de aprendiz en la droga Alfonso, y las cosas raras que allí vio)



―Verhuá musháshou, nesesíchou guan marchillouh, guan berebiquíe, ¿yes?, end... end chu chsaláudruos; y unou manualh en di oder manualh elsouh, bath de peuchou, ¿you nou, ser?, de-peu-chou. Auh, yes, end aelsou ehhh… chambién... ¿se rhise así: "chambién"...? Chambién iuna bareunna, ¿okey?. Iuna barheuna, yes.

―Un momento por favor... ¿Y brocas? Porque imagino que también necesitará brocas, ¿no?

―Ouh, nou, nou. Nou bróukass, chénkiou. Chéngou bróukass, zank. Nou nesesichou bróukass, gráseas, mouchsas gráseas.

―Pues espere, espere un segundo por favor. Enseguida vuelvo ¿okei?

―Oukey, oukey, mouchsas grásesas, chénkiu. Esperouh... (Dandarindon dindon dá, dandarindodindondá, Dandarindon… Titararí tararí...: Lou quel viénchou sei llevóu… Jé: A Rhious pongou por cheschigou… ¡A Rhious pongou por cheschigou kei nounca másh...! Ja, quéi rhoublage! Perou ¡quéi rhoublage! .. que rhisen aquí…).

―Mire, señor, mire, ya le traigo de todo. Taladros por un tubo. Para dar y vender, miré... ¡Señor! ¿Señor..? Pero ¿dónde demonios se ha metido…? ¿Señor..?

―Qué pasa, Platón.

―Nada, un cliente extranjero...

―¿Extranjero?

―Sí, uno con unas orejas tremendas y un bigote como amariconáo.

―Ah, ya. Que quería taladros, un martillo y un berbiquí, ¿no?

―Sí, eso es.

―Joer pues vas dao, Platón. Ya se ha ido. Hace rato que le he servido. 

―Pero si le estaba atendiendo yo.

―Ya, pero si tiene que esperarte a ti... ¡Los he visto más rápidos y los han despedido, Platón! Bueno, bueno, no te preocupes, no te preocupes, que sólo llevas una semana. Tranquilo.

―El caso es que me sonaba, don Amancio. El tío ese me sonaba y no sé de qué, pero….

―Coño, como que era el mismísimo Clark Guéibol, ¡gilipollas!. 

―Una caja de chinchetas, por favor.

―Hola buenos días. Niqueladas, ¿verdad?

―¿Clark Gable?

―Sí, claro, niqueladas.

―Clark Guéibol, el de Lo que el viento se llevó... De cabeza blanca, imagino, ¿verdad?

―Joer, ya decía yo que esa cara...

―¿De qué cabeza...? Ah, sí, si, las chinchetas, claro, je. De cabeza blanca, sí.

―Jé, y espera, espera que no te quedan cosas por ver. ¿De cincuenta? ¿Va bien de cincuenta?

―Ah, ya, la caja.... Sí, de cincuenta. De cincuenta chinchetas. Sí, va bien así.

―También tiene de veinticinco.

―Hmn... Pues mejor de veinticinco, sí, de veinticinco, por favor.

―Perfecto, de veinticinco, un momento. Pues eso, Platón, que no te quedan cosas que ver ni nada. Mira ¿ves..? Aquí tiene, señor. 

―Gracias... Le va bien un billete de...

―No, en caja, en caja, el pago en caja, por favor... Te digo, Platón, que mires allí, allí. Enfrente...

―Ah, sí, pagar en caja, claro. ¡Qué cabeza! 

―¿No las quería blancas?

―Sí, no, jé, no me refería a la de las chinchetas, je. Digo que qué cabeza la mía. Gracias. Adiós.

―Adiós, señor, adiós.

―El edificio ése, sí.

―Anda que no iba despistado ni nada el tío éste... Eso, lo ves, ¿no?

―Sí, el edificio.

―El Adriática, exacto. Pues mira, de ahí salen cosas muy raras, pero que muy raras, Platón. Ya verás, ya verás. Al tiempo. Y anda, cepíllate la bata que tenemos que llevarla impecable. Venga, arréglate un poco.

―Es que el azul marino este es muy sucio, don Amancio.

―Razón de más, Platón, razón de más, ¡venga!

―Oiga, don Amancio.

―¿Sí?

―Y el Clark Gable ese...

―Guéibol, Platón, Gué-i-bol.

―Digo que el Clark Guéibol ese... ¿para qué coño quería tanto taladro?

―Buena pregunta, Platón, sí señor, muy buena pregunta. Mira tú qué cojones sabré yo para qué quería el Guéibol tanto taladro. Anda, tira, tira y cepíllate la bata de una vez.

―Voy, voy.

―Es que estos americanos... Estos americanos... Hola, buenos días, en qué puedo ayudarle.

―Busco escarpias...

―Sígame por favor. Por aquí. Estos americanos... A saber tú para qué coño querría el orejas tanto taladro.

―¿Cómo dice?

―No, nada, jé, pensaba en alto, pensaba el alto... Mire aquí. Aquí tiene escarpias de toda clase de precios y tamaños.

―Sí, ya veo... A ver...

―Platón, ¡Platón!

―Diga don Amancio.

―Anda corre, Platón, que acaba de entrar Eduard Jé Robinson, atiéndele tú...

―Eduard... ¿qué..?

―...Jé Robinson, Platón. El de La mujer del Cuadro.

―¿El de La mujer..?

―Aquel, aquel de allí, míralo.

―Ah, sí, ¡jodo! Es verdad, sí.

―Venga corre, atiéndele bien que este tiene muy mala leche...

―Sí, don Amancio, siempre hace de malo.

―Corre, atiéndele. Atiéndele y no te preocupes. Por lo de la mala leche, digo. Para mí que es de coña. 

―Voy, voy.

―Seguro que quiere veinte metros de liza, siempre compra veinte metros de liza.

―Mire, estas, estas son las escarpias que quiero.

―Ah, muy bien, muy bien, ¿algo más?

―No, no. Sólo esto, gracias. El pago en caja, ¿verdad?

―Sí, en caja.

―Gracias.

―Adiós, adiós. ... Aunque el otro día, el otro día compró una paellera.

―¿Decía?

―No, no nada, perdone, perdone, eso: que el pago en caja, gracias. Sí, una paellera de esas grandes. Industrial. Y es que a estos americanos... A estos americanos, jé, cómo les va la marcha. Y, claro, como aquí les damos tanta. Hay qué ver, hay qué ver cuánto les gustan nuestras cosas .


Servando Gotor


(De El Guacamayo Azul, 2006)


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