sábado, 19 de febrero de 2022

EN COVID... NI BEBAS, NI VIVAS (Cuentos para después de una pandemia, Antonio Envid)

 

Borrachos ellos (José Ramón Costa)


-Ponme otra, Tomás, que me estoy quedando seco.

Comenzaba uno de esos episodios que más fastidiaban a Tomás, cuando el cliente se pone molesto y soporífero y tiene que tratar de echarlo sin que se organice ningún follón.


-Es que hay que cerrar, que es la hora.


Entonces otro de los que no se sueltan de la barra para no caer, interviene.


-Cagaus, que sois unos cagaus, con la hora de cierre, que ya no hay ley para cerrar, que se han terminau las restricciones.


Los ojos se le iluminan al primero, ha encontrado un aliado, un colega.


-Tiene razón aquí el amigo, unos lacayos del gobierno. Anda, ponle aquí al señor también otra, que lo convido.


Finalmente, Tomás puede sacarlos de la tasca y echar el cierre, se muere de sueño y de cansancio.


-Vámonos a lo del Manolo, que ese es un tío legal, y no atiende a leyes y horarios. Vamos, que es amigo mío y nos servirá las últimas.


También el tal Manolo, tras aguantarlos un rato, los pone en la calle. Son altas horas de la noche, todo desierto, solo se escucha la risita triste de los dos beodos y sus vacilantes pasos.


-¿Por qué el ayuntamiento hará las calles tan estrechas? Pudiéndolas hacer anchas para que dos ciudadanos puedan pasar por ellas tranquilamente. ¡Eh!, la puerta, que te la cargas. Ves, todo cerrado, con lo temprano que es. Anda, vamos a mi hotel a dormir, no vayas a tu casa.


-Gracias, hermano, porque ya no me acuerdo donde está mi casa, y si me despego de ti, igual me caigo, que esta calle está muy empinada.


Al día siguiente se encontró en una extraña habitación, parecía una clínica, su amigo de circunstancias, que lo había invitado a su hotel, dormía pesadamente a su lado. Le dolía terriblemente la cabeza y sentía la lengua saburral y gruesa y las heces del alcohol revolviendo todavía en el estómago. Se vistió rápidamente para abandonar esa ajena habitación.


-¡Oiga usted! ¿Dónde va? No se puede salir sin autorización del doctor.


Lo pararon en seco cuando iba a ganar la salida.


-Pepe, ayúdame con este interno, para devolverlo a la habitación. Esto no parece un psiquiátrico, si no un hotel de cinco estrellas. Aquí los internos hacen lo que les da la gana. Ayer se escapó uno y no sabemos dónde se habrá metido.


-Me dicen que está durmiendo en su cama echando un pestazo a alcohol. Debió entrar anoche por una puerta de emergencia, que no se sabe cómo estaba abierta. Cuando venga el director nos espera un buen broncazo. ¡Ah, oye, si se resiste ponle un calmante!



Relatos para después de una pandemia

Antonio Envid, 2022

 




jueves, 10 de febrero de 2022

EL PAYASO LICUADO (Babiluno)

 



Todas las tardes desde que se produjo el accidente del payaso Panocha, la niña del circo se adentraba en el monte cercano a nuestra comunidad de unifamiliares y se echaba larga sobre la hierba para mirar las nubes. Desde su refugio, se entretenía reconociendo las figuras que el aire iba modelando de forma caprichosa. Por mitad del cielo, igual podía pasar un camello andando, que un mono saltando, que un león corriendo. O incluso un caballo trotando, que cualquier soplido antojadizo podía convertir en un bonito unicornio. Bajo ese cielo tan animado, podía distinguirse la carpa roja y blanca del circo de donde parecían haberse escapado todos sus animales. En un instante, la brisa y la calma combinadas en su justa medida, formaron una nueva nube que la niña reconoció perfectamente. Levantó la mano para tocar la cara del payaso que aguantó sonriendo hasta que otro soplo de aire la descompuso en varias pelotas de malabares y sombrillas japonesas. Esa tarde, la niña del circo volvió al unifamiliar sabiendo que su padre la estaba esperando en el cielo.

Para aclarar el desgraciado caso del payaso licuado, la policía había precintado el circo y reubicado a sus extravagantes habitantes en la comunidad del Energúmeno. Desde ese momento, no pasó ni un solo día sin que mi despacho de Administración de Fincas recibiera alguna llamada de los vecinos mosqueados por el alboroto que organizaban los cirqueros. No me quedó otra que acudir al unifamiliar 30 para apercibir a sus residentes. Llamé a la puerta y me abrió el ventrílocuo del circo. El artista puso su mano delante de mi cara y empezó a moverla como si fuera una boca. La mano dijo que nadie me podía atender porque todos estaban ensayando. Y lo dijo la mano, sí, porque la boca del ventrílocuo solo sonreía para confirmar lo que la mano decía. Y cuando acabó de hablar, la misma mano cerró la puerta de golpe. Dicho y hecho.

El ventrílocuo me había dejado plantado y volví a llamar con decisión. Esta vez, me abrió el tragasables con el mango de la espada saliendo de su boca. El tipo iba tan estirado, que dudo mucho que pudiera ni verme, así que me colé dentro del unifamiliar sin decir aquí estoy yo. En la planta baja, el despiporre era total. Un grupo de monociclistas y zanqueros se pasaban pelotas de malabares en mitad del salón mientras los trapecistas se balanceaban por las lámparas de un lado para otro. Una bella equilibrista en tutú subía y bajaba por el fino pasamanos de la escalera del unifamiliar sujetando una sombrilla japonesa con la mano. En una esquina del salón, una caja cerrada se balanceaba sin importarle a nadie si el escapista se encontraba en dificultades. Y también había un hombre bala, que iba de aquí para allá dándose cabezazos por las paredes con un casco y unas gafas de aviador que decía que habían pertenecido al mismísimo Barón Rojo. Y cómo no, un forzudo, que era el único virtuoso que estaba descansando en un sillón, convencido de haber doblado todo lo que se podía doblar. Para acabar el jolgorio, los leones cabreados por los latigazos del domador, no paraban de rugir como si la puerta del sótano diera acceso directo a la sabana africana. La verdad es que cuando el lanzador de cuchillos me echó fuera del unifamiliar metiéndome la punta de una daga en el costillar, no pude sentir otra cosa que alivio.

Estaba en la puerta cavilando sobre lo difícil que me resultaría adaptarme a la loca vida de un circo, cuando apareció una chiquilla preciosa jugando con un diábolo. Se había maquillado como un payaso, pero su apariencia no podía ser más triste. Mucho. De hecho, me pareció la niña más desgraciada de la tierra. Intenté ser amable y con una sonrisa, le pregunté si ella, tan pequeñita y tan guapa, era la payasa de ese circo tan bonito que estaba montado junto a los unifamiliares. Dijo que no, que el payaso del circo era su padre, el muerto. Me quedé tan desconcertado que no pude articular palabra y empecé a mover la mano como el ventrílocuo de la puerta, pero tampoco mis tripas pudieron disculparse. La niña me sobrepasó lentamente y entró dentro del unifamiliar de los cirqueros. Por la ventana del baño de la planta primera, la mujer barbuda nos había estado observando mientras decidía si, esta vez, meaba sentada o de pie. 

Fragmento de 
La comunidad del Energúmeno
(Babiluno)



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