sábado, 20 de junio de 2020

JULIÁN JUDERÍAS: ARTÍFICE PRINCIPAL DE LA EXPRESIÓN "LEYENDA NEGRA". UN ANÁLISIS RIGUROSO Y DOCUMENTADO






Cuando en periodismo se trata un asunto de forma interesada transmitiendo la información de modo partidario, decimos que el periodista es partidista. Si, además, pretende calificar a su información ya manipulada con el calificativo o la vitola fundamentalista de ser la única cierta, decimos que es sectario. Es verdad que todo acontecimiento es poliédrico y que cambia según la perspectiva desde la que es observado.  Relatividad que aumenta exponencialmente cuando, además, el observador contrasta su percepción con otras. Y no digamos cuando careciendo de esa contemplación directa o personal, el periodista cuenta tan solo con visiones/versiones ajenas, que es lo que le ocurre siempre al historiador con la dificultad añadida de que, además, su mirada pertenece a otra época y, por tanto, a otra sensibilidad.
La verdad, en definitiva, es una entelequia, ya que la realidad, como decía Ortega, se ofrece en perspectivas individuales. Así, pues, su percepción resulta siempre compleja y todo dogmatismo respecto a ella habrá de calificarse, cuando menos, de temerario (no digamos si, a mayor abundamiento, tal dogmatismo se pretende imponer por ley que es lo que hasta ahora solo ocurría en las dictaduras). 
Si,además, esas conclusiones temerarias llegan a calar en diversos colectivos y se emplea para desprestigiar a otros, alcanzaremos la injusticia y con ella aflorará el conflicto.
Por eso, historiadores y periodistas juegan con material extraordinariamente sensible, y la exigencia de honradez en su cometido debiera alcanzar las cotas más altas. Algo que, por desgracia ocurre cada vez menos. Deontológicamente, tienen la obligación de proporcionar una información lo más veraz posible, exenta de toda manipulación y opinión. Las valoraciones, en  periodismo, deben quedar relegadas a las secciones de opinión que les son propias; y, en la historia, al ensayo. En todo momento claramente delimitadas. No siempre es fácil, cierto, porque para eso son necesarios ciertos niveles mínimos de categoría profesional y personal. Y este es el mayor problema que hoy padecemos: la nula calidad de muchos periodistas e historiadores. Quienes, por cierto, son los primeros que se quejan de las informaciones no profesionales que circulan por las redes, cuando debieran ser ellos quienes velaran por mantener esa distancia a base de altura. Porque cada vez resulta más difícil distinguir al profesional del que no lo es.
La célebre "leyenda negra" de la que tanto hemos oído hablar, nace del sectarismo propio de las naciones enemigas de la imperial Monarquía Hispánica y de su calado en la propia España. Ni todos sus contenidos son falsos ni, mucho menos, ciertos. Se trata de una campaña nacida de plumas y lenguas muy concretas, unas veces a conciencia, otras por error y la mayoría por inercia. Pero todas faltas del rigor propio del concreto relator o historiador. Aunque la expresión arranca de muy antiguo, tomará carta de naturaleza con esta obra de Julián Juderías (Madrid,1887-1918). De 1914, la primera edición, y de 1917 la ampliada y definitiva que aquí presentamos.
El propio autor nos ofrece esta definición: 

¿Qué es, a todo esto, la leyenda negra? ¿Qué es lo que puede calificarse de este modo tratándose de España? Por leyenda negra entendemos el ambiente creado por los fantásticos relatos que acerca de nuestra Patria han visto la luz pública en casi todos los países; las descripciones grotescas que se han hecho siempre del carácter de los españoles como individuos y como colectividad; la negación, o, por lo menos, la ignorancia sistemática de cuanto nos es favorable y honroso en las diversas manifestaciones de la cultura y del arte; las acusaciones que en todo tiempo se han lanzado contra España, fundándose para ello en hechos exagerados, mal interpretados o falsos en su totalidad, y, finalmente, la afirmación contenida en libros al parecer respetables y verídicos y muchas veces reproducida, comentada y ampliada en la Prensa extranjera, de que nuestra Patria constituye, desde el punto de vista de la tolerancia, de la cultura y del progreso político, una excepción lamentable dentro del grupo de las naciones europeas.
En una palabra, entendemos por leyenda negra, la leyenda de la España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas; enemiga del progreso y de las innovaciones; o, en otros términos, la leyenda que habiendo empezado a difundirse en el siglo XVI, a raíz de la Reforma, no ha dejado de utilizarse en contra nuestra desde entonces y más especialmente en momentos críticos de nuestra vida nacional.

La obra se estructura en cinco partes conceptual y perfectamente delimitadas. En primer lugar un estudio sobre España (Libro Primero), que vendría a analizar lo que somos; esto es, el ser; la realidad de la que el autor parte. Le sigue un análisis sobre cómo nos ven o nos quieren ver: visión lejana y más o menos distorsionada que de aquella realidad se tiene en el extranjero sobre España (Libro Segundo). En el Tercero se analiza cómo quieren que nos vean; o lo que es lo mismo: aquello que en el extranjero se ha escrito y difundido sobre España; para después analizar la influencia de todo ello en nosotros mismos; es decir: cómo han conseguido que nos veamos (Libro Cuarto). Y, por último, el Libro Quinto nos transmite cómo son ellos: un análisis sobre el comportamiento del resto de Europa en los dos principales asuntos tan graves como sensibles sobre los que se forjó la leyenda negra de España: la tolerancia religiosa y el trato con las tierras conquistadas (la colonización).
De lo que haya de verdad o falsedad en esta leyenda, el lector juzgará. Y contará para ello con todos los elementos necesarios en orden a forjar su propia opinión. El libro de Juderías es el fruto de un trabajo serio, propio de su época, de una personalidad como la suya ―hombre erudito y viajero, conocedor de más de quince idiomas―, y en el que quedan claramente definidas tres voces: la personal y subjetiva de su honrado autor; la de los testimonios expresos y literales debidamente entrecomillados y bibliográficamente identificados; y la que alude a otras muchas obras debidamente reseñadas en el casi un millar de notas consigandas a pie de página. Ya solo por la antología de opiniones vertidas sobre España, merece la pena tener siempre a mano este genial estudio, cuya solidez bibliográfica en nada obstaculiza una lectura sencilla, fluida y por supuesto, apasionante. Un libro que, por lo demás, constituye todo un clásico imprescindible en la materia.  


jueves, 11 de junio de 2020

CONVERSACIONES DE ENAMORADOS (La náusea, Jean Paul Sartre)

El beso. Rodin, 1881 (Tate Modern, Londres)


No los escucho más: me irritan. Se acostarán juntos. Lo saben. 
Cada uno sabe que el otro lo sabe. Pero como son jóvenes, castos y decentes, como cada uno quiere conservar su propia estima y la del otro, como el amor es una gran cosa poética que es preciso no espantar, van varias veces por semana a los bailes y a los restaurantes a ofrecer el espectáculo de sus pequeñas danzas rituales y mecánicas... 
Después de todo hay que matar el tiempo. 
Son jóvenes y robustos, todavía tienen para unos treinta años. Entonces no se dan prisa, se demoran y no están equivocados. Cuando se hayan acostado juntos, habrá que buscar otra cosa para ocultar el enorme absurdo de la existencia. 
Con todo... es absolutamente necesario engañarse?


La naúsea
Jean Paul Sartre, 1931

sábado, 6 de junio de 2020

"OASIS". LAS DOS PRINCIPITAS DE ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY




Este maravilloso cuento está basado en una historia real, vivida por Antoine de Saint-Exupéry en Argentina. Las muchachas coprotagonistas del relato son las hermanas Susana y Edda Fuchs. Los argentinos dicen que está aquí la base de lo que luego sería "El principito". No está muy claro que esto sea así, pero lo que sí está claro es que se trata de una historia maravillosa.
A partir de las ideas que el propio Saint-Exupéry le presentó a Jean Renoir, el director Nicolás Herzog, en su película/documental "Vuelo nocturno" (2016), cuenta estos sucesos, con testimonios y documentos reales verdaderamente interesantes.


Os he hablado mucho del desierto, pero antes de seguir hablando de él, quiero describir un oasis. Y aquel cuya imagen quiero evocar no anda perdido en las profundidades del Sahara. Porque otro de los milagros del vuelo es que nos sumerge directamente en el corazón del misterio. Detrás de la ventanilla erais el biólogo que analiza el hormigueo humano, evaluando fríamente esas ciudades asentadas en sus llanuras, en el centro de los caminos que se abren en forma de estrella y las alimentan como arterias con la sabia de sus campos. Pero una aguja ha parpadeado en un manómetro y esa verde espesura se ha vuelto universo, y habéis quedado atrapado en el verde tapiz de un campo dormido.

No es la distancia la que mide el alejamiento. Un pequeño huerto doméstico puede encerrar más secretos que la Muralla China, y el alma de una niña está mejor protegida por el silencio que los oasis saharianos por el espesor de sus arenas.

Os contaré una breve escala que hice en alguna parte del mundo que, si bien estaba cerca de Concordia, en Argentina, podría haber sido en cualquier otro sitio: el misterio se extiende así por todo el mundo.

Había aterrizado en medio de un campo y no sabía que lo que me esperaba era un cuento de hadas. El viejo Ford en el que íbamos no tenía nada de particular, como no lo tenía el matrimonio que me había auxiliado:

-Le acomodaremos esta noche en nuestra casa.

Y en un recodo del camino la luz de la luna descubrió un bosquecito, y detrás, una casa. ¡Pero qué casa tan extraña! Fornida, maciza, casi una fortaleza. Castillo legendario que ofrecía, franqueada la muralla un refugio tan pacifico, seguro y protegido como un monasterio.

Aparecieron entonces de muchachas, que me miraron serias como dos jueces en el umbral de un reino prohibido. La más joven hizo una mueca y golpeó el suelo con una vara de madera verde. Hechas las presentaciones me tendieron sus manos en silencio y con aire de curiosidad y desafío. Luego desaparecieron.

Aquello me causó asombro y gracia a un tiempo. Todo era simple, silencioso y enigmático, como la clave de un secreto.

-¡Son unas fierecillas! - dijo el padre sin darle mayor importancia.

Y entramos. 

De Paraguay me llamó la atención esa graciosa hierba que se asoma la nariz entre el pavimento urbano y que, desde el invisible bosque virgen, se acerca a ver si los hombres todavía siguen en la ciudad o ha llegado la hora de deshacerse de todas esas piedras. Me gustaba esa forma de abandono que mostraba tanta riqueza. Pero aquí quedé maravillado.

Todo estaba en ruinas. Pero lo estaba adorablemente, como un viejo árbol vestido de musgo al que la edad ha resquebrajado un poco. Como esos bancos de madera que frecuentan los enamorados desde hace diez generaciones. Los revestimientos de madera estaban gastados, las puertas carcomidas, las sillas tambaleantes. Y aunque nada se reparaba todo se limpiaba con fervor. Todo estaba pulcro, brillante y pulido.

El salón adquiría un rostro de extraordinaria intensidad, como el rostro de una anciana con arrugas. Yo admiraba todo: las paredes cuarteadas, las grietas del techo, los desgarros del cielo graso, pero sobre todo ese suelo hundido aquí, inseguro como una pasarela allá, pero siempre bruñido, encerado y lustroso. Curiosa casa, pues no evocaba ni negligencia ni abandono, sino un respeto extraordinario. Con toda seguridad, cada año se añadía algo a su encanto, a la complejidad de su rostro, al fervor de su acogedor ambiente y, por supuesto, a los riesgos del trayecto que había que emprender desde el salón al comedor. 

-¡Cuidado!

Era un agujero, y se me advirtió de podría romperme fácilmente una pierna. Pero nadie era responsable de ese agujero: era obra del tiempo. Tenía el aire de esos grandes señores que desprecian toda excusa. De hecho ni siquiera se me decía:

-Podríamos tapar todos esos agujeros, somos ricos, pero…

Como tampoco se me decía -y sin embargo era cierto-:

-Tenemos esto alquilado al ayuntamiento durante treinta años. A él le compete repararlo. Pero aquí nadie da su brazo a torcer.

Se despreciaba la mínima explicación y tanta soltura me encantó. Como mucho me dijeron:

-Todo está algo descuidado.

Pero en un tono tan ligero que no parecía preocuparles mucho. ¿Se imagina un grupo de albañiles, carpinteros, ebanistas o yeseros derrumbando ocupando en este pasado sus sacrílegas herramientas, y dejando esta casa tan desconocida que creeríamos estar de visita? ¿Una casa sin misterios, sin rincones, sin trampas bajo los pies y sin escondrijos? ¿Una especie de Sala de Plenos?

No era de extrañar que las muchachas hubieran desaparecido en esta casa de tantos rincones. Y me imaginaba cómo serían las azoteas si el salón ya contenía toda la variedad propia de los desvanes. Cuando ya se adivinaba que del armario más pequeño, entreabierto, se desprenderían puñados de cartas amarillentas, recibos del bisabuelo, llaves que ya no encontrarían cerraduras en toda la casa, maravillosamente inútiles y que solo sirven para distraer nuestra razón con oscuros subterráneos, y escondidos cofres repletos de luises de oro.

-¿Vamos a la mesa? 

Y por el camino, respiré de habitación en habitación, esparcido como un incienso, ese olor a rancia biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo. Pero lo que más me atraía era el efecto de las lámparas. Verdaderas lámparas pesadas que se transportaban de una a otra habitación como en los tiempos más recónditos de mi infancia, y que proyectaban en las paredes sombras maravillosas. Reflejábamos en ellas ramilletes de luz y palmas negras. Luego, una vez fijadas, se inmovilizaban las zonas de claridad y esas vastas reservas de noche en todo alrededor, donde crujía la madera. 

Las dos muchachas reaparecieron tan misteriosa y silenciosamente como se habían desvanecido. Se sentaron graves a la mesa. Sin duda ya habían alimentado a sus perros, a sus pájaros, abierto sus ventanas a la noche clara y saboreado en el viento de la tarde el olor de las plantas. Ahora, al desplegar sus servilletas, me miraban con el rabillo del ojo discretamente, preguntándose si añadirme o no a su lista de mascotas. Porque también tenían una iguana, una mangosta, un zorro, un mono y algunas abejas. Todos ellos mezclados sin orden alguno, pero entendiéndose a las mil maravillas y componiendo un nuevo paraíso terrestre. Reinaban sobre todos los animales de la creación, encantándoles con sus manitas, alimentándolos, dándoles de beber y contándoles historias que desde el hurón hasta las abejas, todo escuchaban con atención. 

Y yo esperaba ansioso cómo las dos jóvenes emitirían ante el hombre que tenían enfrente un juicio rápido, secreto y definitivo, con todo su espíritu crítico y toda su finura. En mi infancia, mis hermanas evaluaban a todos aquellos invitados que honraban nuestra mesa por vez primera. Y cuando la conversación decaía, se oía de repente, en el silencio resonar un "¡once!" que nadie entendía, salvo mis hermanas y yo. 

Mi experiencia en este juego, me turbaba un poco. Y me sentía más molesto a ver tan despiertos a mis jueces. Jueces que saben distinguir a las sagaces alimañas de los animalitos ingenuos; que interpretan en las huellas de su zorro si está o no de buen humor, y que poseen un gran conocimiento de los movimientos interiores.

Me encababan esos ojos tan despiertos y esas pequeñas almas tan derechas. Pero hubiera preferido que jugaran a otra cosa. Sin embargo, y por miedo del "once", yo les acercaba la sal y les servía el vino, pero al cruzarme con sus miradas, encontraba en las suyas todo el rigor de los jueces insobornables.

Hasta los mismos halagos hubieran resultado inútiles. Ignoraban la vanidad. La vanidad, pero no el orgullo, pues se veían a sí misma, sin necesidad de mi ayuda, mucho mejor de lo que me hubiera atrevido a decirles yo. No pensaba siquiera sacar partido de mis destrezas, entre ellas trepar hasta las últimas ramas de un plátano solo para controlar si los pichones se empluman, o simplemente para saludar a mis amigos.

Y mis dos hadas silenciosas vigilaban siempre tan bien mi comida que me encontraba a menudo con su mirada furtiva. Dejé de hablar. Se hizo un silencio y en tal silencio algo silbó ligeramente sobre el entarimado, murmuró bajo la mesa y luego calló. Levanté los ojos, curioso. 

Entonces, la menor, dando un mordisco al pan con sus jóvenes dientes salvajes, satisfecha sin duda de su juego y poniéndome a prueba, me explicó con una inocencia con la que esperaba dejar estupefacto al bárbaro, si es que yo lo era:

―Son las víboras.

Y se calló satisfecha, dando por hecho que dicha explicación era suficiente para cualquier que no fuera demasiado tonto. La hermana echó un vistazo rápido para juzgar mi primer movimiento, y ambas inclinaron hacia su plato la cara más dulce e ingenua del mundo.

―¡Ah, son las víboras!

Evidentemente, esas palabas las dije yo. Se habían resbalado sobre mis piernas, me habían rozado las pantorrillas, ¡y eran víboras…!

Afortunadamente para mí, sonreí. Y, además, sin ningún esfuerzo, ya que ellas se hubieran dado cuenta. Sonreí porque estaba satisfecho, porque esa casa me gustaba, decididamente, y más conforme pasaban los minutos y porque yo también tenía ganas de saber algo más acerca de las víboras.. La mayor vino en mi ayuda.

―Tienen su nido en un agujero bajo la mesa.

―Sobre las diez de la noche, regresan ―añadió la hermana―. Cazan de día.

A mi vez, sigilosamente, miré a las dos jóvenes. Su finura, su risa silenciosa detrás de sus rostros apacibles. Y admiré esa majestad que ejercían.

Hoy sueño. Todo aquello queda muy lejano. ¿Qué habrá sido de esas dos hadas? Sin duda se habrán casado. Pero entonces, ¿habrán cambiado? Es cosa seria pasar de muchacha a mujer. ¿Qué harán en otra casa? ¿Qué será de sus relaciones con las hierbas silvestres y con las serpientes? Estaban mezcladas a lago universal.

Pero llega un día en que la mujer se despierta dentro de la muchacha. Soñamos disfrutar finalmente de los diecinueve. Los diecinueve pesan en el fondo del corazón. Entonces se presenta un imbécil. Por primera vez los ojos tan despiertos se equivocan y lo iluminan con bellos colores. Al imbécil, si dice versos, se lo cree poeta. Se piensa que comprende los pisos agujereados, se cree que ama a los hurones. Se cree que lo halaga la confianza de una víbora que cimbrea bajo la mesa, entre sus pies. Se le entrega el corazón, que es un jardín salvaje, a él, que solo aprecia los parques cuidados, y el imbécil se lleva esclava a la princesa.


ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
Oasis 
(Capt. V de Tierra de hombres)



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