sábado, 6 de junio de 2020

"OASIS". LAS DOS PRINCIPITAS DE ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY




Este maravilloso cuento está basado en una historia real, vivida por Antoine de Saint-Exupéry en Argentina. Las muchachas coprotagonistas del relato son las hermanas Susana y Edda Fuchs. Los argentinos dicen que está aquí la base de lo que luego sería "El principito". No está muy claro que esto sea así, pero lo que sí está claro es que se trata de una historia maravillosa.
A partir de las ideas que el propio Saint-Exupéry le presentó a Jean Renoir, el director Nicolás Herzog, en su película/documental "Vuelo nocturno" (2016), cuenta estos sucesos, con testimonios y documentos reales verdaderamente interesantes.


Os he hablado mucho del desierto, pero antes de seguir hablando de él, quiero describir un oasis. Y aquel cuya imagen quiero evocar no anda perdido en las profundidades del Sahara. Porque otro de los milagros del vuelo es que nos sumerge directamente en el corazón del misterio. Detrás de la ventanilla erais el biólogo que analiza el hormigueo humano, evaluando fríamente esas ciudades asentadas en sus llanuras, en el centro de los caminos que se abren en forma de estrella y las alimentan como arterias con la sabia de sus campos. Pero una aguja ha parpadeado en un manómetro y esa verde espesura se ha vuelto universo, y habéis quedado atrapado en el verde tapiz de un campo dormido.

No es la distancia la que mide el alejamiento. Un pequeño huerto doméstico puede encerrar más secretos que la Muralla China, y el alma de una niña está mejor protegida por el silencio que los oasis saharianos por el espesor de sus arenas.

Os contaré una breve escala que hice en alguna parte del mundo que, si bien estaba cerca de Concordia, en Argentina, podría haber sido en cualquier otro sitio: el misterio se extiende así por todo el mundo.

Había aterrizado en medio de un campo y no sabía que lo que me esperaba era un cuento de hadas. El viejo Ford en el que íbamos no tenía nada de particular, como no lo tenía el matrimonio que me había auxiliado:

-Le acomodaremos esta noche en nuestra casa.

Y en un recodo del camino la luz de la luna descubrió un bosquecito, y detrás, una casa. ¡Pero qué casa tan extraña! Fornida, maciza, casi una fortaleza. Castillo legendario que ofrecía, franqueada la muralla un refugio tan pacifico, seguro y protegido como un monasterio.

Aparecieron entonces de muchachas, que me miraron serias como dos jueces en el umbral de un reino prohibido. La más joven hizo una mueca y golpeó el suelo con una vara de madera verde. Hechas las presentaciones me tendieron sus manos en silencio y con aire de curiosidad y desafío. Luego desaparecieron.

Aquello me causó asombro y gracia a un tiempo. Todo era simple, silencioso y enigmático, como la clave de un secreto.

-¡Son unas fierecillas! - dijo el padre sin darle mayor importancia.

Y entramos. 

De Paraguay me llamó la atención esa graciosa hierba que se asoma la nariz entre el pavimento urbano y que, desde el invisible bosque virgen, se acerca a ver si los hombres todavía siguen en la ciudad o ha llegado la hora de deshacerse de todas esas piedras. Me gustaba esa forma de abandono que mostraba tanta riqueza. Pero aquí quedé maravillado.

Todo estaba en ruinas. Pero lo estaba adorablemente, como un viejo árbol vestido de musgo al que la edad ha resquebrajado un poco. Como esos bancos de madera que frecuentan los enamorados desde hace diez generaciones. Los revestimientos de madera estaban gastados, las puertas carcomidas, las sillas tambaleantes. Y aunque nada se reparaba todo se limpiaba con fervor. Todo estaba pulcro, brillante y pulido.

El salón adquiría un rostro de extraordinaria intensidad, como el rostro de una anciana con arrugas. Yo admiraba todo: las paredes cuarteadas, las grietas del techo, los desgarros del cielo graso, pero sobre todo ese suelo hundido aquí, inseguro como una pasarela allá, pero siempre bruñido, encerado y lustroso. Curiosa casa, pues no evocaba ni negligencia ni abandono, sino un respeto extraordinario. Con toda seguridad, cada año se añadía algo a su encanto, a la complejidad de su rostro, al fervor de su acogedor ambiente y, por supuesto, a los riesgos del trayecto que había que emprender desde el salón al comedor. 

-¡Cuidado!

Era un agujero, y se me advirtió de podría romperme fácilmente una pierna. Pero nadie era responsable de ese agujero: era obra del tiempo. Tenía el aire de esos grandes señores que desprecian toda excusa. De hecho ni siquiera se me decía:

-Podríamos tapar todos esos agujeros, somos ricos, pero…

Como tampoco se me decía -y sin embargo era cierto-:

-Tenemos esto alquilado al ayuntamiento durante treinta años. A él le compete repararlo. Pero aquí nadie da su brazo a torcer.

Se despreciaba la mínima explicación y tanta soltura me encantó. Como mucho me dijeron:

-Todo está algo descuidado.

Pero en un tono tan ligero que no parecía preocuparles mucho. ¿Se imagina un grupo de albañiles, carpinteros, ebanistas o yeseros derrumbando ocupando en este pasado sus sacrílegas herramientas, y dejando esta casa tan desconocida que creeríamos estar de visita? ¿Una casa sin misterios, sin rincones, sin trampas bajo los pies y sin escondrijos? ¿Una especie de Sala de Plenos?

No era de extrañar que las muchachas hubieran desaparecido en esta casa de tantos rincones. Y me imaginaba cómo serían las azoteas si el salón ya contenía toda la variedad propia de los desvanes. Cuando ya se adivinaba que del armario más pequeño, entreabierto, se desprenderían puñados de cartas amarillentas, recibos del bisabuelo, llaves que ya no encontrarían cerraduras en toda la casa, maravillosamente inútiles y que solo sirven para distraer nuestra razón con oscuros subterráneos, y escondidos cofres repletos de luises de oro.

-¿Vamos a la mesa? 

Y por el camino, respiré de habitación en habitación, esparcido como un incienso, ese olor a rancia biblioteca que vale por todos los perfumes del mundo. Pero lo que más me atraía era el efecto de las lámparas. Verdaderas lámparas pesadas que se transportaban de una a otra habitación como en los tiempos más recónditos de mi infancia, y que proyectaban en las paredes sombras maravillosas. Reflejábamos en ellas ramilletes de luz y palmas negras. Luego, una vez fijadas, se inmovilizaban las zonas de claridad y esas vastas reservas de noche en todo alrededor, donde crujía la madera. 

Las dos muchachas reaparecieron tan misteriosa y silenciosamente como se habían desvanecido. Se sentaron graves a la mesa. Sin duda ya habían alimentado a sus perros, a sus pájaros, abierto sus ventanas a la noche clara y saboreado en el viento de la tarde el olor de las plantas. Ahora, al desplegar sus servilletas, me miraban con el rabillo del ojo discretamente, preguntándose si añadirme o no a su lista de mascotas. Porque también tenían una iguana, una mangosta, un zorro, un mono y algunas abejas. Todos ellos mezclados sin orden alguno, pero entendiéndose a las mil maravillas y componiendo un nuevo paraíso terrestre. Reinaban sobre todos los animales de la creación, encantándoles con sus manitas, alimentándolos, dándoles de beber y contándoles historias que desde el hurón hasta las abejas, todo escuchaban con atención. 

Y yo esperaba ansioso cómo las dos jóvenes emitirían ante el hombre que tenían enfrente un juicio rápido, secreto y definitivo, con todo su espíritu crítico y toda su finura. En mi infancia, mis hermanas evaluaban a todos aquellos invitados que honraban nuestra mesa por vez primera. Y cuando la conversación decaía, se oía de repente, en el silencio resonar un "¡once!" que nadie entendía, salvo mis hermanas y yo. 

Mi experiencia en este juego, me turbaba un poco. Y me sentía más molesto a ver tan despiertos a mis jueces. Jueces que saben distinguir a las sagaces alimañas de los animalitos ingenuos; que interpretan en las huellas de su zorro si está o no de buen humor, y que poseen un gran conocimiento de los movimientos interiores.

Me encababan esos ojos tan despiertos y esas pequeñas almas tan derechas. Pero hubiera preferido que jugaran a otra cosa. Sin embargo, y por miedo del "once", yo les acercaba la sal y les servía el vino, pero al cruzarme con sus miradas, encontraba en las suyas todo el rigor de los jueces insobornables.

Hasta los mismos halagos hubieran resultado inútiles. Ignoraban la vanidad. La vanidad, pero no el orgullo, pues se veían a sí misma, sin necesidad de mi ayuda, mucho mejor de lo que me hubiera atrevido a decirles yo. No pensaba siquiera sacar partido de mis destrezas, entre ellas trepar hasta las últimas ramas de un plátano solo para controlar si los pichones se empluman, o simplemente para saludar a mis amigos.

Y mis dos hadas silenciosas vigilaban siempre tan bien mi comida que me encontraba a menudo con su mirada furtiva. Dejé de hablar. Se hizo un silencio y en tal silencio algo silbó ligeramente sobre el entarimado, murmuró bajo la mesa y luego calló. Levanté los ojos, curioso. 

Entonces, la menor, dando un mordisco al pan con sus jóvenes dientes salvajes, satisfecha sin duda de su juego y poniéndome a prueba, me explicó con una inocencia con la que esperaba dejar estupefacto al bárbaro, si es que yo lo era:

―Son las víboras.

Y se calló satisfecha, dando por hecho que dicha explicación era suficiente para cualquier que no fuera demasiado tonto. La hermana echó un vistazo rápido para juzgar mi primer movimiento, y ambas inclinaron hacia su plato la cara más dulce e ingenua del mundo.

―¡Ah, son las víboras!

Evidentemente, esas palabas las dije yo. Se habían resbalado sobre mis piernas, me habían rozado las pantorrillas, ¡y eran víboras…!

Afortunadamente para mí, sonreí. Y, además, sin ningún esfuerzo, ya que ellas se hubieran dado cuenta. Sonreí porque estaba satisfecho, porque esa casa me gustaba, decididamente, y más conforme pasaban los minutos y porque yo también tenía ganas de saber algo más acerca de las víboras.. La mayor vino en mi ayuda.

―Tienen su nido en un agujero bajo la mesa.

―Sobre las diez de la noche, regresan ―añadió la hermana―. Cazan de día.

A mi vez, sigilosamente, miré a las dos jóvenes. Su finura, su risa silenciosa detrás de sus rostros apacibles. Y admiré esa majestad que ejercían.

Hoy sueño. Todo aquello queda muy lejano. ¿Qué habrá sido de esas dos hadas? Sin duda se habrán casado. Pero entonces, ¿habrán cambiado? Es cosa seria pasar de muchacha a mujer. ¿Qué harán en otra casa? ¿Qué será de sus relaciones con las hierbas silvestres y con las serpientes? Estaban mezcladas a lago universal.

Pero llega un día en que la mujer se despierta dentro de la muchacha. Soñamos disfrutar finalmente de los diecinueve. Los diecinueve pesan en el fondo del corazón. Entonces se presenta un imbécil. Por primera vez los ojos tan despiertos se equivocan y lo iluminan con bellos colores. Al imbécil, si dice versos, se lo cree poeta. Se piensa que comprende los pisos agujereados, se cree que ama a los hurones. Se cree que lo halaga la confianza de una víbora que cimbrea bajo la mesa, entre sus pies. Se le entrega el corazón, que es un jardín salvaje, a él, que solo aprecia los parques cuidados, y el imbécil se lleva esclava a la princesa.


ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY
Oasis 
(Capt. V de Tierra de hombres)



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