sábado, 1 de mayo de 2021

"GENTES CON UNA SED PRODIGIOSA" ("LA INVENCIÓN DE LA TABERNA", DE A. ENVID)

Temas como este son ampliamente tratados por Antonio Envid en su obra “La invención de la taberna “ publicada por Lecturas Hispánicas, que acaba de editar una versión totalmente revisada y actualizada.




GENTES CON UNA SED PRODIGIOSA

Rabelais tuvo la fortuna de nacer y criarse en Chinon, el jardín de la Turena a la que a su vez llaman el jardín de Francia, regada por el Loira, a la sombra del castillo que ocupó Carlos VII, ese timorato rey que tuvo que ser defendido por una doncella a la que no supo, o no se atrevió, defender después, dejando que fuera asada por los ingleses.
Tierra fértil, de huertos y viñas, productora de buenos caldos, suaves y aromáticos, que se obtienen de sus cabernet franc. Tierra de sabrosa cocina casera, esa que se obtiene con amor y calma. No ha de extrañar que con esos principios Rebelais demostrara siempre una gran afición a la buena mesa y los buenos vinos, al menos a través de su Pantaguel, hasta el punto de quedar como calificativo de un gran banquete el adjetivo pantagruélico.
Fue médico, pero salvo que atendiera a sus pacientes en la taberna, que es el mundo que demuestra conocer bien, no sabemos de dónde sacaría el tiempo para ejercer su oficio. Las tabernas del viejo París, La Pomme de Pin, Le Castel, la Madelaine, La Mule…, que ya contemplaron las andanzas del mal hombre y buen poeta Villon, entre tragos y comilonas serían sus escenarios cotidianos. Panurgo, el compañero de Pantagruel tiene como oráculo a una botella a la que consulta sus problemas y la que, como todos los oráculos, le contesta con palabras misteriosas: “trinc”. Panurgo deduce que el consejo dado por su mágica botella es “bebed”, no en vano trink es beber en alemán. Gargantúa al nacer, como primer grito, exclama “!A beber, a beber! Eran gentes con una sed prodigiosa e insaciable.
¿Puede sentirse nostalgia de tiempos no vividos? Yo creo que sí. Yo siento nostalgia de aquellos jocundos tiempos del barroco francés, en los que se gozaba de los placeres de la vida, carnales y no carnales, todos. Aquellos en que los poetas de “La Pleyade” decían sus versos en las tabernas parisinas, y Ronsard incitaba a gozar de las rosas de la juventud antes de que el tiempo las marchitara mientras daba unas palmadas en las nalgas de la camarera de la Taberna del Sabot, que inmortalizaría dedicándole poemas bajo el nombre de Cassandre.
Mientras, por las tierras nuestras, una enlutada corte deambulaba por los salones de un rey triste y taciturno, y en la calle el pueblo, temeroso de la ley de Dios, se disciplinaba, y pícaros y valentones buscaban la vida por figones y bodengoncillos de puntapié(*), mientras los hidalgos vergonzantes extendían unas migas por su barba cuando salían a la calle para fingir ante los vecinos que habían comido.


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(*) Puestecillos de comida y bebida ambulantes, que al carecer de licencia, se desmontaban de un puntapié ante la presencia de los alguaciles.

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