miércoles, 28 de diciembre de 2022

EL RINCÓN DEL FILÓSOFO O EL FILÓSOFO EN SU RINCÓN (Antonio Envid)



Al declinar su edad madura a todos los miembros varones del pueblo se les trataba de “tío”. En esa pequeña comunidad casi todos sus habitantes se hallaban emparentados en mayor o menor medida, de modo que el familiar apelativo no andaba lejos de la realidad. Sin embargo, a Andrés, no, nadie lo llamaba “tío”, era el señor Andrés, muestra del respeto y de la buena consideración que por él sentían. No muy alto de estatura, de constitución robusta sin llegar a grueso, de trato franco y amable.

Vamos a un sitio más tranquilo – me dijo – Antes pasaremos por casa para coger alguna cosa.

Al rato salimos del pueblo para tomar un sendero pedregoso que ascendía por un cabezo calcáreo.  Entre aliagas y ralos tomillos el sol arrancaba destellos a los cristales de yeso que afloraban en el suelo. Toda la ladera estaba horadada por cuevas cerradas con toscas puertas de madera. Era la zona de las bodegas, desde allí contemplamos el pueblo, de aspecto terroso, como todos los del secano aragonés, por los cerros y alcores que lo rodean, almendros y viñas, cerca del barranco, algo de cereal.

- Esta es mi bodega. Aquí, con una gavilla de sarmientos y unas costillas de cordero, pasamos muy buenos ratos de vez en cuando.

Al lado de la puerta un rudimentario hogar, cuatro piedras, mostraba restos de una fogata. Empuñando una llave propia de doña Brígida y tras algún empentón abrió la puerta de la cueva. Tomando un candilón que se encontraba colgado de un clavo en la pared, prendió la mecha.

-Esto es más útil que una linterna. Por si hay tufo. ¿Sabes?

Algo sé de bodegas y de vinos. En una bodega-cueva como esta podría, al fondo, haberse acumulado dióxido de carbono, producto de la fermentación de los vinos allí almacenados. De haber expulsado este gas al oxígeno, la llama del candil se apagaría, advirtiéndonos del peligro.  Este amplio y profundo conocimiento de la naturaleza que tiene el campesino, me ha admirado siempre.

Sentados en unos taburetes ante una simple tabla, Andrés desenvolvió y extendió el pañuelo de hierbas que había traído de su casa con algo de queso, jamón, longaniza y medio pan.

– Nada. Para echar un bocadico y unos vasos de vino. A ver, aquí tengo vino viejo, rancio, bueno para unas laminerías, magdalenas y mantecados, pero para estas tajadas, pienso yo que estará mejor el vino del año. Bueno, es del año pasado, pero sigue siendo joven. ¿Qué te parece?

A la indecisa luz del candil, que expandía en las paredes de la cueva unas sombras vacilantes y danzarinas, confiriendo al lugar un ambiente fuera de la realidad, fuimos despachando la merienda, alegrada con tragos de un caldo de garnacha honrado y noble. La conversación discurría fluida y grata.

El señor Andrés, en el ambiente de confianza creado, me explicaba que cuando tenía que resolver algo complicado, o tomar una decisión no fácil, la luz del día, esa cruda luz que hay por aquí – decía – me emborrona las cosas, me embarulla las ideas y no me deja discurrir. Entonces, me meto en la bodega, y tomando un vaso de vino, en esta oscuridad, se me enciende como una luz, una claridad con la que veo las cosas como son de verdad, comienzo a discurrir y una cosa me lleva a otra, hasta que encuentro la solución.  A la luz del día las cosas no son como en realidad son.

Yo escuchaba con atención a este Platón rural explicándome el mito de la caverna, pero en una versión muy distinta a la del filósofo griego, tal vez, inversa, pero para mí, más sugerente.



Antonio Envid

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