domingo, 28 de agosto de 2011

LA ALDEA FUERA DEL TIEMPO (Antonio Envid)

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AEM
-Ya me lo habían advertido. Ese pueblo ya no existe, hace mucho que se quedó sin gente. Cuando abrieron las fábricas de Sabiñánigo bajaron los últimos que quedaban. Qué iban a hacer allá arriba, cuatro bancales en la ladera y dos horas para subir y otras tantas para bajar al valle. Aún aguantaron demasiado.  Allá no va a encontrar nada más que ruinas, soledad, serpientes y alacranes. Igual hace treinta años que no va nadie. Pero, bueno, si tiene tanto interés,  subiendo por  este monte encontrará lo que quede del pueblo, que no se habrá movido de ahí. Camino no hallará, que estará borrado e invadido por zarazas y maleza, pero no tiene pierde, subiendo en zigzag siempre hacía arriba ya encontrará si queda algo. Buen calcero lleva y buenas garras tiene, que es joven[i]. O sea que ¡buena suerte!  A buen seguro que pensó: éstos de la ciudad qué pocos problemas tienen y qué poca cabeza. Y yo empiezo a darle la razón, llevo una hora peleándome con la broza, las ramas secas y las zarzas y no hay modo de avanzar, desde luego por aquí no ha subido nadie en treinta años.

Por fin, tras tres interminables horas de esfuerzos diviso la vulnerada torre de la iglesia, que parece mirarme asombrada con las cuencas vacías de las ventanas donde otrora colgarían las campanas. Hendida de arriba abajo por una amenazante grieta, aguarda al primer temporal para derrumbarse del todo. Llego al despoblado por los restos del camino de entrada, bordeado de lo que serían huertos, hoy invadidos de malas hierbas y manzanos y otros frutales bordes, que han vuelto a su estado primitivo del Edén, cuando aún no habían sido domesticados por la mano del hombre. Tapias arruinadas cuyas piedras, primitivamente elevadas en obra seca, invaden el camino; casas desventradas, las losas de sus hundidas techumbres colmatando el interior; vanos ciegos que parecen bocas desdentadas formulando una pregunta sin respuesta. Soledad y desolación, tal como me había predicho mi interlocutor.

Cómo no preguntarse qué habrá sido de aquellos que se reunían en esta plaza para solazarse los días de fiesta tras la misa, de los que habitaron estas ruinas de casas, quizá por generaciones. Trato de atisbar el interior de la iglesia; la cubierta derruida hace años, solo queda el cuarto de naranja del ábside, obra románica, hecha para aguantar las devastaciones del tiempo y del hombre. Cuantas familias asistieron aquí a las bodas, bautizos y funerales de sus miembros por generaciones y aquí quedaron sus recuerdos felices o luctuosos para siempre, abandonados a la crueldad del viento y de la lluvia.

Al lado de la iglesia, como es frecuente es estas aldeas montañesas, el pequeño cementerio, reino del olvido y abandono, los hierbajos creciendo entre las rotas lápidas, cruces abatidas, chapas de porcelana desconchada con nombres y fechas que ya nada significan. Y en medio de tanto abandono, una lápida aparecía limpia, cuidada, con un ramo de flores frescas sobre ella, recién cortadas. Me acerqué con aprensión y leí lo que al parecer era el nombre de una niña, muerta, según informaba, a los diez años, “tus padres desconsolados no te olvidan” y unas fechas 1911-1921. ¡Hacía noventa años del deceso! Me invadió una sensación de angustia y volví rápidamente sobre mis pasos.

Antonio Envid   



[i] En Aragón, no tener pierde = fácil de encontrar; calcero = calzado;  garras = piernas. En esta tierra sabemos mucho de olvidos y abandonos, de propios y de extraños. Algunos pueblos, por su aislamiento y pobreza, fueron abandonados por sus habitantes, pero en otros muchos, sus gentes fueron desarraigadas manu militari para realizar las grandes obras hidráulicas que jalonan todas nuestras cuencas fluviales del norte y centro de Aragón. Sus pobladores buscaron una nueva vida por los suburbios de Barcelona, Madrid y otros lugares.

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